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miércoles, 16 de abril de 2014

CUENTOS QUINTO PRIMARIA


El Espantajo Peludo

El espantajo peludo


Hubo una vez un granjero llamado Tomás que compró una tierra a un precio bajísimo.

Parece demasiado barato -dijo Berta, su esposa-. ¿No crees que puede haber algún truco?
Claro que no, mujer-respondió Tomás-Se trata de un buen terreno. Y es mío. ¡Todo mío!
¡Mío, quieres decir!
Tomás y Berta al oír estas palabras volvieron la cabeza y se quedaron pasmados al ver un enorme tipo peludo, parado a unos cuantos metros. Sus ojos parecían inyectados de sangre y su nariz era tan roja y redonda como una remolacha. Unas largas y puntiagudas orejas asomaban entre sus pelos, tiesos como las púas de un erizo. Le cubrían unas barbas tan enmarañadas como las matas de espino.
Vestía una ropa andrajosa y por los agujeros de sus harapos asomaban las rodillas y los codos llenos de pelos. En verdad nunca habían visto nada parecido, con aquellos brazos tan largos y los puños grandes como nabos.
-¡Fuera de mi terreno! -gritó, agitando sus brazos como las aspas de un molino.
-¿Su terreno?-dijo Tomás, dirigiéndose al personaje.
-Eso he dicho: mi terreno. Un terreno que antes de ser mío fue de mi padre, y del padre de mi padre y...
-Usted bromea -dijo Tomás-. Pagué mi buen dinero por este terreno y firmé la escritura.
-¡Tú lo que tienes que hacer es largarte! ¡Yo estaba aquí primero! -vociferó el espantajo lleno de rabia.
-Bueno, pues ahora soy yo el que está aquí -respondió Tomás-. Esta tierra es mía.
Se quedaron frente a frente. A juzgar por sus miradas desafiantes, ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder.
Entonces Berta dijo:
-Se me ocurre una idea. Tú, Tomás, plantas y él recoge la cosecha. Luego la repartís entre los dos.
-Hum... De acuerdo -dijo el tipo.
Tomás no veía claro por qué iba a tener que hacer él todo el trabajo, y al final darle la mitad al otro. Pero Berta le hizo un gesto con la mano para que se callara.
-Vamos a ver, señor espantajo, ¿qué parte quiere usted de la cosecha, la de abajo o la de arriba?
-¿Qué, qué, qué?
-Quiero decir si prefiere la parte que crece por encima de la tierra o la que crece por debajo. Lo uno o lo otro. Rápido. Decida.
-Oh, yo quiero la parte de arriba, naturalmente. Vosotros os quedaréis con las raíces.
La sorpresa del espantajo se convirtió en carcajada limpia cuando sellaron con un apretón de manos el mutuo acuerdo.
-¡Formidable! -dijo Berta mientras se dirigían a casa- Lo que tienes que hacer ahora es plantar patatas.
Y eso hizo Tomás: aró el campo y plantó patatas. Arrancó las malas hierbas y cada día observaba cómo iban creciendo las matas verdes. Cuando llegó la época de la recolección, el peludo espantajo apareció por allí y exigió su parte.
-Ahí la tiene -exclamó Tomás- La parte de arriba es suya. Hermosas plantas de patatas que sirven para..., bueno, usted verá lo que hace con ellas. Las patatas son para mí.

El espantajo peludo



-¡Tunante! ¡Tramposo miserable! -rugió el tipo aquél-. ¡Esto no es honrado! Te voy a...
-Un trato es un trato. Llévese la parte de arriba del patatal y déjeme en paz.
El peludo gigantón echaba humo de rabia. Pensaba... "¡Humpf! ¡Vas a ver lo que es bueno la próxima vez!"
Entrando en la conversación, Berta le preguntó: -¿Qué quiere el próximo año, la parte de arriba o la de abajo? Usted vuelve a escoger.
-¡La parte de abajo, desde luego! ¡La próxima vez vosotros os quedaréis con la de arriba!
Dejando esto bien claro se fue en medio de una gran pataleta.
-¿Qué haremos ahora? -preguntó Tomás.
-Planta cebada, querido. Ya veremos qué hace el espantajo peludo con las raíces de la cebada.
Así pues, en cuanto terminó de recoger las patatas, Tomás preparó el terreno y sembró cebada. Removió la tierra, la regó y cuando llegó la primavera aparecieron los verdes tallos que se transformarían después en una alfombra de oro. Llegado el momento de la recolección, el espantajo se presentó para llevarse la mitad de la cosecha.
-Ahí la tiene -dijo Tomás-, para mí la parte de arriba y para usted las raíces.
El peludo soltó un alarido feroz.
-¡Has vuelto a engañarme, miserable enano! Te voy a...
-Calma, calma -gritó Tomás-. Un acuerdo es un acuerdo.
-Muy bien, granjero, de nuevo has ganado. Pero el año próximo nos repartiremos la parte de arriba de las mieses. Porque plantarás trigo. Y cuando llegue el momento de la recolección, nos pondremos los dos a segarlo. Tú empezarás por la parte norte del terreno y yo comenzaré por la parte sur. Cada uno nos quedaremos con todo el trigo que seamos capaces de segar.
Tomás miró detenidamente los largos brazos de aquel tipo y se dio cuenta de que jamás podría cortar el trigo con la rapidez del gigantón.
-No, no hay trato -dijo Tomás.
-O aceptas o lucharás conmigo a muerte -gruño el espantajo, alzando sus brazos peludos por encima de la cabeza y pataleando torpemente con sus enormes pies.
Conteniendo la risa, Tomás exclamó:
-¡Qué terrible espectáculo! Por favor, nada de peleas. No me gustaría hacerle daño...
Chocaron sus manos para cerrar el trato y el espantajo se marchó entre grandes risotadas.
Tomás contó a Berta lo ocurrido.
-¡Tiene unos brazos muy fuertes! Cortará diez veces más trigo que yo. Lo siento, pero esta vez estamos perdidos.
Berta se puso a pensar.
-Imagínate que ciertas espigas de trigo crecen con unos tallos más duros que los otros -dijo, al cabo de un minuto-. En tal caso, una de las guadañas se mellará mucho más de prisa que la otra.
Y le explicó su plan.
-¡Eso! -respondió Tomás- ¡Me alegro de que ese tipo no tenga una mujer tan lista como tú!
Tomás labró la tierra y la sembró de trigo, y vio cómo crecía y crecía, alto y dorado. Un poco antes de la siega, compró unas varillas de hierro y por la noche se acercó sin hacer ruido a la parte de terreno que correspondía segar al espantajo. Allí clavó las varillas en el suelo entre los tallos de trigo.
El día de la siega llegó, y apareció el espantajo, empuñando una guadaña en cada una de sus manazas. Tomás se puso a cortar trigo por la parte alta del terreno, y el espantajo por la parte baja. Tomás movía en círculo su guadaña con rápidos y amplios braceos y en torno a él caía el trigo dorado. En cambio el espantajo cortaba y golpeaba, sudaba y juraba, y pronto se detuvo.

¡Mira qué duros son los tallos de trigo por esta parte del terreno! -gritó.

El espanjo peludo 3
Pues por esta otra, no hay ningún problema -señaló Tomás.
El espantajo era tan tonto que no se había fijado en las varillas de hierro. Afiló las dos guadañas y la emprendió de nuevo a golpes con el trigo. De vez en cuando se paraba y secaba el sudor de su frente. No paraba de refunfuñar.
-Estoy agotado de cortar este trigo.
-¿De veras? ¡Qué gracia! Yo me siento tan fresco como una rosa -decía Tomás, complacido.
El espantajo lo intentó de nuevo. Lanzaba las guadañas en todas direcciones, pero cada golpe las volvía más romas y melladas. Hasta que, furioso, las arrojó al suelo y gritó con gran voz: -¡Quédate con tu birria de terreno! ¡No vale la pena!
De una zancada saltó la cerca y corriendo como un gamo se perdió en la lejanía. Desde entonces, nunca, nunca jamás el espantajo peludo volvió a molestar a Berta y Tomás.











 El Pescador y El Genio


Había una vez un pescador de bastante edad y tan pobre que apenas ganaba lo necesario para alimentarse con su esposa y sus tres hijos. Todas las mañanas, muy temprano, se iba a pescar y tenía por costumbre echar sus redes no más de cuatro veces al día. Un día, antes de que la luna desapareciera totalmente, se dirigió a la playa y, por tres veces, arrojó sus redes al agua. Cada vez sacó un bulto pesado. Su desagrado y desesperación fueron grandes: la primera vez sacó un asno; la segunda, un canasto lleno de piedras; y la tercera, una masa de barro y conchas.
En cuanto la luz del día empezó a clarear dijo sus oraciones, como buen musulmán; y se encomendó a sí mismo y sus necesidades al Creador. Hecho esto, lanzó sus redes al agua por cuarta vez y, como antes, las sacó con gran dificultad. Pero, en vez de peces, no encontró otra cosa que un jarrón de cobre dorado, con un sello de plomo por cubierta. Este golpe de fortuna regocijó al pescador.

—Lo venderé al fundidor —dijo—, y con el dinero compraré un almud de trigo.

Examinó el jarrón por todos lados y lo sacudió, para ver si su contenido hacía algún ruido, pero nada oyó. Esto y el sello grabado sobre la cubierta de cobre le hicieron pensar que encerraba algo precioso. Para satisfacer su curiosidad, tomó su cuchillo y abrió la tapa. Puso el jarrón boca abajo, pero, con gran sorpresa suya, nada salió de su interior. Lo colocó junto a sí y mientras se sentó a mirarlo atentamente, empezó a surgir un humo muy espeso, que lo obligó a retirarse dos o tres pasos. El humo ascendió hacia las nubes y, extendiéndose sobre el mar y la playa, formó una gran niebla, con extremado asombro del pescador. Cuando el humo salió enteramente del jarrón, se reconcentró y se transformó en una masa sólida: y ésta se convirtió en un Genio dos veces más alto que el mayor de los gigantes.

A la vista de tal monstruo, el pescador hubiera querido escapar volando, pero se asustó tanto que no pudo moverse.

El Genio lo observó con mirada fiera y, con voz terrible, exclamó:
—Prepárate a morir, pues con seguridad te mataré.
—¡Ay! —respondió el pescador—, ¿por qué razón me matarías?
Acabo de ponerte en libertad, ¿tan pronto has olvidado mi bondad?
—Sí, lo recuerdo —dijo el Genio—, pero eso no salvará tu vida. Sólo un favor puedo concederte.
—¿Y cuál es? —preguntó el pescador.
—Es —contestó el Genio— darte a elegir la manera como te gustaría que te matase.
—Mas, ¿en qué te he ofendido? —preguntó el pescador—. 
¿Esa es tu recompensa por el servicio que te he hecho? —No puedo tratarte de otro modo —dijo el Genio—. Y si quieres saber la razón de ello, escucha mi historia:

“Soy uno de esos espíritus rebeldes que se opusieron a la voluntad de los cielos. Salomón, hijo de David, me ordenó reconocer su poder y someterme a sus órdenes. Rehusé hacerlo y le dije que más bien me expondría a su enojo que jurar la lealtad por él exigida. Para castigarme, me encerró en este jarrón de cobre.

“Y a fin de que yo no rompiera mi prisión, él mismo estampó sobre esta etapa de plomo su sello, con el gran nombre de Dios sobre él. Luego dio el jarrón a otro Genio, con instrucciones de arrojarme al mar.

“Durante los primeros cien años de mi prisión, prometí que si alguien me liberaba antes de ese período, lo haría rico. Durante el segundo, hice juramento de que otorgaría todos los tesoros de la tierra a quien pudiera liberarme. Durante el tercero, prometí hacer de mi libertador un poderoso monarca, estar siempre espiritualmente a su lado y concederle cada día tres peticiones, cualquiera que fuese su naturaleza. Por último, irritado por encontrarme bajo tan largo cautiverio, juré que, si alguien me liberaba, lo mataría sin misericordia, sin concederle otro favor que darle a elegir la manera de morir.”

—Por lo tanto —concluyó el Genio—, dado que tú me has liberado hoy, te ofrezco esa elección.

El pescador estaba extremadamente afligido, no tanto por sí mismo, como a causa de sus tres hijos ,y la forma de mi muerte, te conjuro, por el gran nombre que estaba grabado sobre el sello del profeta Salomón, hijo de David, a contestarme verazmente la pregunta que voy a hacerte.


El Genio, encontrándose obligado a dar una respuesta afirmativa a este conjuro, tembló. Luego, respondió al pescador:
—Pregunta lo que quieras, pero hazlo pronto.
Deseo saber —consultó el pescador—, si efectivamente estabas en este jarrón. ¿Te atreves a jurarlo por el gran nombre de Dios?
—Sí —replicó el Genio—, me atrevo a jurar, por ese gran nombre, que así era.
—De buena  —contestó el pescador— no te puedo creer. El jarrón no es capaz de contener ninguno de tus miembros. ¿Cómo es posible que todo tu cuerpo pudiera yacer en él?
—¿Es posible —replicó el Genio— que tú no me creas después del solemne juramento que acabo de hacer?
En verdad, no puedo creerte —dijo el pescador—. Ni podré creerte, a menos que tú entres en el jarrón otra vez.

De inmediato, el cuerpo del Genio se disolvió y se cambio a sí mismo en humo, extendiéndose como antes sobre la playa. Y, por último, recogiéndose, empezó a entrar de nuevo en el jarrón, en lo cual continuó hasta que ninguna porción quedó afuera. Apresuradamente, el pescador cogió la cubierta de plomo y con gran rapidez la volvió a colocar sobre el ron.
—Genio —gritó—, ahora es tu turno de rogar mi favor y ayuda. Pero yo te arrojaré al mar, d encontrabas. Después, construiré una casa playa, donde residiré y advertiré a todos los pescadores que vengan a arrojar sus redes, para que se de un Genio tan malvado como tú, que has hecho juramento de matar a la persona que te ponga e libertad.

El Genio empezó a implorar al pescador —Abre el jarrón —decía—; dame la libertad te prometo satisfacerte a tu entero agrado. 
Eres un traidor —respondió el pescado. volvería a estar en peligro de perder mi vida, tan loco como para confiar en ti.








El Gigante Egoísta

El gigante egoista

Todas las tardes, al salir de la escuela, los niños jugaban en el jardín de un gran castillo deshabitado. Se revolcaban por la hierba, se escondían tras los arbustos repletos de flores y trepaban a los árboles que cobijaban a muchos pájaros cantores. Allí eran muy felices.
Una tarde, estaban jugando al escondite cuando oyeron una voz muy fuerte.
-¿Qué hacéis en mi jardín?
Temblando de miedo, los niños espiaban desde sus escondites, desde donde vieron a un gigante muy enfadado. Había decidido volver a casa después de vivir con su amigo el ogro durante siete años.
-He vuelto a mi castillo para tener un poco de paz y de tranquilidad -dijo con voz de trueno-. No quiero oír a niños revoltosos. ¡Fuera de mi jardín! ¡Y que no se os ocurra volver!
Los niños huyeron lo más rápido que pudieron.
-Este jardín es mío y de nadie más -mascullaba el gigante-. Me aseguraré de que nadie más lo use.
Muy pronto lo tuvo rodeado de un muro muy alto lleno de pinchos.

En la gran puerta de hierro que daba entrada al jardín el gigante colgó un cartel que decía "PROPIEDAD PRIVADA. Prohibido el paso". . Todos los días los niños asomaban su rostro por entre las rejas de la verja para contemplar el jardín que tanto echaban de menos. 

Luego, tristes, se alejaban para ir a jugar a un camino polvoriento. Cuando llegó el invierno, la nieve cubrió el suelo con una espesa capa blanca y la escarcha pintó de plata los árboles. El viento del norte silbaba alrededor del castillo del gigante y el granizo golpeaba los cristales.
-¡Cómo deseo que llegue la primavera! -suspiró acurrucado junto al fuego.
Por fin, la primavera llegó. La nieve y la escarcha desaparecieron y las flores tiñeron de colores la tierra. Los árboles se llenaron de brotes y los pájaros esparcieron sus canciones por los campos, excepto en el jardín del gigante. Allí la nieve y la escarcha seguían helando las ramas desnudas de los árboles.
-La primavera no ha querido venir a mi jardín -se lamentaba una y otra vez el gigante- Mi jardín es un desierto, triste y frío.
Una mañana, el gigante se quedó en cama, triste y abatido. Con sorpresa oyó el canto de un mirlo. Corrió a la ventana y se llenó de alegría. La nieve y la escarcha se habían ido, y todos los árboles aparecían llenos de flores.
En cada árbol se hallaba subido un niño. Habían entrado al jardín por un agujero del muro y la primavera los había seguido. Un solo niño no había conseguido subir a ningún árbol y lloraba amargamente porque era demasiado pequeño y no llegaba ni siquiera a la rama más baja del árbol más pequeño. El gigante sintió compasión por el niño.

El gigante egoista

¡Qué egoísta he sido! Ahora comprendo por qué la primavera no quería venir a mi jardín. Derribaré el muro y lo convertiré en un parque para disfrute de los niños. Pero antes debo ayudar a ese pequeño a subir al árbol.
El gigante bajó las escaleras y entró en su jardín, pero cuando los niños lo vieron se asustaron tanto que volvieron a escaparse. Sólo quedó el pequeño, que tenía los ojos llenos de lágrimas y no pudo ver acercarse al gigante. Mientras el invierno volvía al jardín, el gigante tomó al niño en brazos.

El gigante egoista
-No llores -murmuró con dulzura, colocando al pequeño en el árbol más próximo.
De inmediato el árbol se llenó de flores, el niño rodeó con sus brazos el cuello del gigante y lo besó.
Cuando los demás niños comprobaron que el gigante se había vuelto bueno y amable, regresaron corriendo al jardín por el agujero del muro y la primavera entró con ellos. El gigante reía feliz y tomaba parte en sus juegos, que sólo interrumpía para ir derribando el muro con un mazo. Al atardecer, se dio cuenta de que hacía rato que no veía al pequeño.
-¿Dónde está vuestro amiguito? -preguntó ansioso.
Pero los niños no lo sabían. Todos los días, al salir de la escuela, los niños iban a jugar al hermoso jardín del gigante. Y todos los días el gigante les hacía la misma pregunta: -¿Ha venido hoy el pequeño? También todos los días, recibía la misma respuesta:
-No sabemos dónde encontrarlo. La única vez que lo vimos fue el día en que derribaste el muro.
El gigante se sentía muy triste, porque quería mucho al pequeño. Sólo lo alegraba el ver jugar a los demás niños.
Los años pasaron y el gigante se hizo viejo. Llegó un momento en que ya no pudo jugar con los niños.
Una mañana de invierno estaba asomado a la ventana de su dormitorio, cuando de pronto vio un árbol precioso en un rincón del jardín. Las ramas doradas estaban cubiertas de delicadas flores blancas y de frutos plateados, y debajo del árbol se hallaba el pequeño.
-¡Por fin ha vuelto! -exclamó el gigante, lleno de alegría.
Olvidándose de que tenía las piernas muy débiles, corrió escaleras abajo y atravesó el jardín. Pero al llegar junto al pequeño enrojeció de cólera.
-¿Quién te ha hecho daño? ¡Tienes señales de clavos en las manos y en los pies! Por muy viejo y débil que esté, mataré a las personas que te hayan hecho esto.
Entonces el niño sonrió dulcemente y le dijo:
-Calma. No te enfades y ven conmigo.
-¿Quién eres? -susurró el gigante, cayendo de rodillas.
-Hace mucho tiempo me dejaste Jugar en tu jardín -respondió el niño-. Ahora quiero que vengas a jugar al mío, que se llama Paraíso.
El gigante egoista

Esa tarde, cuando los niños entraron en el jardín para jugar con la nieve, encontraron al gigante muerto, pacificamente recostado en un árbol, todo cubierto de llores blancas.










El Primer Vuelo
Una joven gaviota se paró al borde del acantilado; le daba miedo volar. Dio una carrerita y movió las alas. Pero el mar se veía enorme allá abajo y estaba segura de que sus alitas no la sostendrían. Así que dio media vuelta y fue a cobijarse en el nido donde había nacido.
Incluso cuando observó a su hermana y su hermano correr hacia el borde, agitar sus alas y lanzarse a volar, no tuvo valor para imitarlos.
Su padre y su madre la llamaban insistentemente, animándola a probar y amenazándola con que se moriría de hambre si no echaba a volar. Pero ella no podía moverse.
Durante un día entero nadie se le acercó. Miraba a sus padres que volaban con sus hermanos, enseñándoles a elevarse, planear, deslizarse a ras de las olas y sumergirse para pescar. Vio a su hermano pescar su primer pez y comérselo, mientras los padres le miraban orgullosos. A ella nadie le trajo alimento.
Cuando ya el sol se ponía, rebuscó entre la hierba y las algas del nido algo para echarse al pico. Incluso picoteó las cáscaras del huevo de donde ella misma había salido.
Su hermano y su hermana dormitaban sobre el acantilado de enfrente. Su padre atusaba las plumas de su dorso blanco. Su madre les observaba muy erguida desde una roca. Picoteó un pedazo de pescado que había a sus pies y frotó su pico, por ambos lados, contra la roca.


A la vista de la comida que tenía su madre, enloqueció la joven gaviota. ¡Cómo le gustaría comer un poco de pescado!
—Ga, ga, ga—, gritó, pidiendo a su madre que le trajera algo de alimento. Siguió llamando lastimosamente y de pronto dio un grito de alegría. Su madre había recogido un trozo de pescado y volaba hacia ella. Se reclinó hacia adelante con entusiasmo, tratando de acercarse lo más posible.
Pero su madre se paró frente a ella con las patas relajadas y las alas extendidas. Suspendida en el aire, llevaba el pez en el pico y estaba tan cerca que la joven gaviota casi podía tocarla. ¿Por qué no se acercaba? ¿Por qué no le daba el pez? Casi sin poder se inclinó más hacia adelante.
Con un grito terrible, cayó del acantilado al vacío. La madre batió sus alas. A medida que iba cayendo, la joven gaviota oía a su madre volar sobre su cabeza. Le entró tal terror que se le paró el corazón y ya no oía nada. Pero duró sólo un momento. De pronto sintió que sus alas se desplegaban. Podía sentir las puntas cortando el aire. Ya no se caía. Ahora iba planeando hacia abajo y ya no tenía miedo. Sólo se sentía algo mareada.
Entonces batió sus alas y empezó a subir. Gritando de júbilo, volvió a batir las alas y subió un poco más. Levantó el pecho para aminorar el viento.
—Ga, ga, ga—. Su madre pasó junto a ella. Le respondió con un grito. Entonces olvidó completamente que hasta hacía un momento no había sido capaz de volar y comenzó a hacer piruetas.
Bajó hasta rozar el agua, volando muy cerca de la superficie. Vio las olitas blancas sobre la gran masa verdiazul y contempló a su familia posarse sobre ellas. ¡Le estaban llamando para que se acercara! Entonces, dejó caer las patas para posarse en el mar. ¡Las patas se hundieron!


Gritando de miedo, trató de elevarse nuevamente, batiendo las alas. Pero sus patas se hundían cada vez más hasta que su cuerpo reposó en el agua.
Y dejó de hundirse. ¡Estaba flotando! A su alrededor, la familia daba gritos de júbilo y alabanza. La joven gaviota había hecho su primer vuelo.









PINOCHO UN BUEN MUCHACHO

Cuando el pescador estaba precisamente a punto de echar a Pinocho en la sartén, entró en la gruta un gran perro que había sido guiado allí por el fortísimo y apetitoso olor de la fritura.
¡Vete de aquí! Le gritó el pescador, amenazándolo y teniendo siempre en la mano al polichinela enharinado.
Pero el pobre perro que tenía hambre por cuatro, aullando y meneando la cola parecía que dijese “Dame un bocado de fritura y te dejo en paz”
¡Vete, te digo! le repitió el pescador y alargó la pierna para darle una patada. Entonces el perro, que cuando tenía hambre de veras sabía sacudirse las moscas de la nariz, se revolvió furioso contra el pescador, mostrándole sus terribles colmillos.

En aquel momento se oyó en la gruta una vocecita muy débil que decía: ¡Sálvame, Alidoro! ¡Si no me salvas me fríen!...
El perro reconoció en seguida la voz de Pinocho y, con gran asombro suyo, se percató de que la vocecita había salido de aquél bulto enharinado qué tenía en la mano el pescador.
Pega un salto, coge con la boca aquella masa enharinada y sosteniéndola ligeramente con los dientes, sale corriendo de la gruta huyendo como un relámpago.
El pescador furiosísimo al ver que se le iba de las manos un pescado que él se habría comido tan a gusto, intentó perseguir al perro, pero, a los pocos pasos le vino un golpe de tos y tuvo que volverse atrás ¡Si llego a tardar un minuto más! ¡No me lo digas!
Entre tanto, Alidoro, una vez encontrada la callejuela que conducía al pueblo, se paró y puso delicadamente en tierra al amigo Pinocho.

¡Cuán agradecido te estoy! Dijo el polichinela, tú me salvaste a mí, y las deudas se pagan. Ya se sabe. En este mundo nos tenemos que ayudar los unos a los otros.
Alidoro riendo, tendió la pata derecha al polichinela, quién se la estrechó fuertemente en señal de amistad; después, se separaron.








La cajita de yesca
Un soldado regresaba a casa de la guerra, silbando una alegre canción, cuando vio a una vieja sentada bajo un gran roble.
—Escucha, muchacho —dijo ella—. Puedo hacerte más rico de lo que jamás soñaste.
El soldado dejó de silbar al acercarse a la vieja. Era tan fea, que estaba seguro de que debía tratarse de una bruja.
—¿Ah sí? Pues dime cómo puedo hacerme rico.
La vieja bruja tocó el roble y contestó:
—Este roble está hueco. Yo soy ya demasiado vieja y mis miembros están demasiado entumecidos para bajar por él. Pero puedo atarte una cuerda a la cintura y bajarte hasta el cuarto secreto. Allí descubrirás tres puertas. Detrás de la primera puerta hay un baúl de marinero lleno de monedas de cobre. Está guardado por un enorme perro sentado sobre la tapa. Pero no temas. Para abrir el baúl, no tienes más que extender mi delantal sobre el suelo y colocar encima al perro.
—Pero el cobre no me hará rico. ¿Qué hay detrás de la segunda puerta? —preguntó el soldado.
—Detrás de la segunda puerta hay un baúl lleno de monedas de plata. Está guardado por un perro todavía más grande sentado sobre la tapa. Pero no temas. Pon al perro sobre mi delantal y podrás llevarte la plata.
—¿Y la tercera puerta?
—Detrás de la tercera puerta hay un baúl lleno de monedas de oro, guardado por un tercer perro.
la cajita de yesca
—Ese es el que quiero —dijo el soldado, atándose la cuerda alrededor de la cintura y saltando a la rama inferior del árbol—. Supongo que tú querrás compartir el tesoro conmigo, ¿no, vieja?
—No, muchacho, puedes quedarte con todo —respondió la bruja—. Lo único que quiero es mi cajita de yesca. Me la dejé olvidada la última vez que bajé allí. Ten, no olvides mi delantal, o te morderán los perros. ¡Y no olvides volver a colocar a cada perro sobre el baúl correspondiente!
El soldado descendió a través de la oscuridad del árbol hueco hasta que de pronto sus pies tocaron tierra. Por un momento se quedó deslumhrado por la luz de cien lámparas, pero entonces vio que se hallaba en una inmensa sala con tres puertas.
Despacio, abrió la primera puerta. Y, tal como le dijera la bruja, vio un baúl de marinero.
—¡Vaya! —exclamó el soldado— Me dijo que habría un perro guardando cada uno de los baúles, pero no me dijo que el primero tenía unos ojos grandes como platillos.


Levantó al perro con cuidado y lo colocó sobre el delantal de la bruja, y el animal le lamió la cara y le miró con sus enormes ojos. El soldado comprobó que el baúl estaba repleto de monedas de cobre, y luego volvió a colocar al perro sobre la tapa del baúl. Estaba impaciente por llegar a la segunda puerta. Detrás de ésta había otro baúl, y un perro con unos ojos del tamaño de platos soperos. —La bruja no me dijo nada acerca de tus ojos —exclamó el soldado, mientras levantaba al perro y lo depositaba sobre el delantal—. ¡Qué extraña visión del mundo debes de tener! Comprobó que el baúl estaba repleto de monedas de plata, depositó al perro nuevamente sobre la tapa, y se apresuró hacia la tercera puerta.
Detrás de ella había otro baúl, y aunque el soldado ya había visto a dos perros muy extraños, soltó una exclamación de asombro al ver al tercero: —¡Caramba! ¡La bruja pudo haberme avisado de que el tercer perro tenía unos ojos grandes como ruedas de carreta!
El enorme animal asustó al soldado, pero armándose de valor lo levantó del baúl y tras no pocos esfuerzos lo colocó sobre el delantal. Alzó la tapa del baúl y halló en su interior el oro que andaba buscando. Se llenó los bolsillos con monedas de oro hasta el punto de que apenas podía moverse. Tras muchos esfuerzos, volvió a colocar al enorme perro sobre el baúl. Tenía los pantalones y la chaqueta llenos de oro. Cuando por fin halló la cajita de yesca de la bruja, tuvo que metérsela debajo del sombrero.


La vieja tardó mucho en subirlo por el árbol hueco. En cuanto sus pies tocaron tierra nuevamente, ella le pidió que le entregara la cajita de yesca.
—¿Cómo es que vale más para ti que un baúl lleno de oro? —preguntó el soldado—. Dime el secreto de la cajita o me la quedaré yo.
—¡No lo harás! ¡No lo harás! —gritó la bruja, y se puso tan colorada de ira que estalló en mil pedazos y el viento se los llevó como si se tratase de un montón de hojas secas.
Cuando el soldado llegó a la ciudad, ya se había olvidado de la bruja y de su cajita de yesca. Lo único que quería era empezar a gastarse su oro. De repente, se había convertido en el hombre más rico de la ciudad. Podía comprar de todo: casas, ropas, caballos... Cada día celebraba una fiesta y regalaba oro a todo el que parecía necesitarlo.
Pero había algo que no podía comprar, y ello era la posibilidad de contemplar, siquiera por un instante, a la bella hija del rey. Nadie la había visto desde que una adivina le había leído la palma de la mano y había predicho que un día se casaría con un soldado raso.
—¡Un soldado raso! ¡Prefiero que no se case nunca! —exclamó el rey. Y la encerró en palacio.
—¡Un soldado raso! —exclamó la reina— Los soldados son muy sucios y toscos. Y hay que ver cómo derrochan su dinero. ¿Recuerdas a aquel soldado tan rico que llegó a la ciudad con los bolsillos llenos de oro? ¡Pues al cabo de un año no le quedaba ni un penique!
Era cierto. El soldado se había gastado hasta su último penique. Vivía en una buhardilla y no tenía ni para comprarse una vela. Una noche Fría, trataba de entrar en calor cuando de pronto se acordó de la cajita de yesca de la bruja. Con ella podría producir una chispa y quemar un poco de paja para calentarse las manos. ¡Sí, la cajita todavía estaba en el bolsillo de su uniforme de soldado! Prendió la yesca una vez y en seguida saltaron unas pálidas chispas.


Súbitamente apareció, parpadeando en la penumbra, el perro con ojos grandes como platillos.
—¡Hola, viejo amigo! —exclamó el soldado—. Desprecié tu tesoro de monedas de cobre, pero ahora me conformaría con un solo penique de cobre para comprarme una vela.
El perro, de ojos grandes como platillos, le lamió y salió corriendo. A lo pocos minutos regresó portando el baúl lleno de monedas de cobre.
El soldado prendió de nuevo la yesca y apareció el segundo perro, haciendo girar en sus órbitas sus ojos grandes como platos soperos. También este perro salio inmediatamente en busca del baúl lleno de plata. Cuando apareció el tercer perro por obra y gracia de la cajita de yesca, era tan enorme que no cabía en la pequeña buhardilla. Permaneció sentado en la calle, mirando a través de la ventana con sus ojos grandes como ruedas de carreta.
—Vosotros me habéis vuelto a hacer rico -dijo el soldado- ¿Podéis también hacerme feliz? Desearía ver a la bella princesa aunque sólo fuera por unos momentos.
El enorme perro desapareció al instante. Cuando regresó, llevaba a la princesa sobre su lomo, profundamente dormida.
—Es todavía más bella de lo que imaginé —dijo el soldado suspirando, y la besó con ternura. Luego, el perro la llevó de regreso a palacio.
A la mañana siguiente, la princesa les dijo al rey y a la reina:
—Anoche tuve un sueño maravilloso. Soñé que un enorme perro me transportaba por toda la ciudad y que más tarde me besó un soldado.
—¡Un soldado! —exclamó el rey.
—¡Un soldado! —exclamó la reina-Espero que, efectivamente, se trate de un sueño.
Pero por si acaso no lo fuera, la reina confeccionó un bolso de seda, lo llenó con harina fina e hizo un agujero en el fondo. Luego, disimuladamente, lo cosió al camisón de la princesa.
Aquella noche, el perro acudió de nuevo a buscar a la princesa. Mientras corría por las calles, no observó que del bolso se escurría un reguero de harina. Y a la mañana siguiente el rey y la reina pudieron seguir el rastro blanco que les condujo directamente al soldado.
—¡Ningún plebeyo puede ver a mi hija y seguir vivo! Mañana por la mañana morirás —dijo el rey. Y mandó que encerraran al soldado en prisión.
Al amanecer, una gran muchedumbre se congregó frente a la prisión para ver cómo ahorcaban al soldado. Cuando el verdugo puso la soga alrededor del cuello del soldado, éste se volvió al rey y le rogó:
—¿Puedo fumar mi pipa antes de morir?
El rey accedió a su ruego y el soldado sacó su cajita de yesca y la prendió una, dos, hasta tres veces.
—¡Salvadme, mis fíeles perros! ¡Salvadme!
Todos retrocedieron asombrados al ver a tres extraños perros acudir corriendo junto al soldado. Uno tenía unos ojos grandes como platillos. Otro tenía unos ojos grandes como platos soperos. El tercero tenía unos ojos grandes como ruedas de carreta. Los tres se abalanzaron sobre el rey y la reina y los lanzaron por los aires.

Volaron tan alto que ya no volvieron descender, y la muchedumbre rogó al soldado que fuera su nuevo rey y que se casara con la princesa.
—La adivina afirmó que la princesa se casaría con un soldado raso, y así será —dijo el soldado.
Luego convidó a todo el mundo a un banquete en el que los perros mágicos eran los invitados de honor. Y cuando los perros vieron el gran festín dispuesto ante ellos ¡sus ojos se hicieron más grandes que nunca!








Lily y el canguro
Lily salió de la granja detrás de una gran liebre de ojos brillantes, que se le había aparecido mientras estaba cogiendo flores en el jardín.
-No te alejes demasiado de la casa -le gritó su madre por la ventana de la cocina- Es muy fácil perderse en el bosque.
La liebre de vez en cuando se detenía, miraba hacia Lily, desaparecía, volvía a aparecer... y Lily se prestaba, divertida, al juego del escondite.
Lily y el canguroDe repente, con un gran salto, la liebre desapareció definitivamente. Lily miró a su alrededor. Los árboles y los matorrales parecían todos iguales. Comenzó a correr, esperando encontrar su casa, pero era inútil. Se había perdido en el bosque y empezaba a oscurecer. Se cubrió la cara con las manos y se puso a llorar.
Cuando levantó la vista, vio un gran canguro gris a pocos pasos de ella. El canguro la miró inclinando la cabeza; luego se fue y regresó con un montón de fresas, para ofrecérselas a la niña.
Lily se secó los ojos con el vestido, aceptó las frutas y se las comió. Entonces sucedió algo muy raro; comenzó a oír ruidos por todas partes, como cientos de voces que hablaran al mismo tiempo. Luego oyó otra voz, más fuerte y clara que las demás.
-Me di cuenta en seguida de lo que te pasaba -dijo el canguro, con voz amable-. Estoy muy triste desde que perdí a mi pequeño canguro. Seguro que tú también has perdido algo.
-Bueno, he... sí-contestó Lily, preguntándose si estaba soñando-. En realidad, sí. Me he perdido yo.
—¡Ah! -dijo el canguro-. Estaba seguro de que habías perdido algo. Es horrible, ¿verdad? Te sientes como vacío por dentro. Dime cómo es Yo. Quizá lo haya visto, o podemos buscarlo juntos.
Lily se rió e intentó explicarle que lo que había perdido era su casa.
-Eso es típico de los humanos -dijo el canguro-. Si sólo tienes una casa, es fácil que la pierdas. Pero si tu casa estuviera en todas partes, nunca la perderías. Los humanos no saben vivir en el bosque.
Lily no le prestaba mucha atención. Pensaba en que tenía hambre y sed, y que estaba perdida.
-Sin embargo -continuó el canguro-eres sólo una humana y muy pequeña. No tienes la culpa. Debes de tener mucha sed; a mí siempre me da mucha sed al atardecer. Sube a mi bolsa; iremos al estanque a beber. Luego intentaré encontrar tu casa.
Así pues, Lily se puso en pie y trepó a la peluda bolsa del canguro. Mientras iban saltando, Lily se mecía en la bolsa y estaba tan cómoda que comenzó a canturrear.
—¡Ah! Es una canción muy bonita -dijo el canguro-. Pero ahora, por favor, deja de cantar. Estamos llegando al estanque.
Lily miró por encima de la bolsa y se asustó muchísimo. Bajaban a saltos por una ladera muy empinada. A uno y otro lado había grandes rocas y no se veía ningún sitio seguro para posar las patas. Lily cerró los ojos. ¡Seguro que el canguro perdería el equilibrio y caerían al precipicio!
Pero el canguro logró llegar hasta el fondo y se detuvo en un gran promontorio justo encima del estanque.
La superficie de la piedra brillaba como un espejo, reflejando el atardecer. Los canguros habían pulido la piedra con sus patas y colas suaves durante miles de años, al ir a beber al estanque.
Estaba a punto de saltar de la roca cuando una paloma le advirtió:
-¡Can-gu-gu-ro! ¡Cuidado! Anoche estuvieron aquí los humanos y mataron a diez de las nuestras. Bajamos a beber sólo un trago. Estaban esperándonos. Ahora tenemos demasiado miedo; no nos atrevemos a beber... ¡Y nos estamos muriendo de sed!
Lily volvió a esconderse en la bolsa, temblando de miedo por las horribles palabras de la paloma. Pero el canguro, valiente, dio un paso adelante y levantó su hocico olfateando el aire.
-No oigo ni huelo nada. No debe haber peligro. Pequeña humana, sal y espérame mientras inspecciono.
Lily salió de la bolsa y el valiente canguro saltó hasta el borde del agua.
Lily casi no se atrevía a mirar. ¿Estarían esperándole los cazadores, con sus lanzas puntiagudas? ¿Eran ellos los que movían los largos juncos de la orilla, o se trataba sólo de los peces? El canguro inclinó la cabeza y bebió. Esa noche el estanque estaba desierto.
Pronto revolotearon junto a ellos cientos de pajarillos en dirección al agua. Tras hundir el pico, regresaban de prisa a los matorrales.
Lily continuaba con el miedo encima. Corrió hasta el agua, bebió tres sorbos y regresó veloz a la roca en donde le esperaba el canguro.
-Súbete a mi bolsa. Nunca se está demasiado seguro cerca del estanque. Los humanos conocen todos nuestros abrevaderos.

lily y el canguro


 Bajo un cielo brillante de estrellas, el canguro saltaba con Lily arrebujada en la piel cálida y suave de su bolsa. Al fin llegaron a una cueva; se echaron juntos en el suelo arenoso y se durmieron en seguida.
 Al despertar a la mañana siguiente, Lily tuvo la sensación de que corría peligro. De pronto, vio que sobre su estómago había una gran serpiente negra, enroscada. ¡Y el canguro había desaparecido!
El corazón le latía de prisa. No se atrevía a moverse. Entonces oyó una risa estridente.
-No tengas miedo. No te muevas y no te pasará nada. Yo mataré a la serpiente.
Lily volvió un poco la cabeza y miró hacia la entrada de la cueva. Había un gran pájaro posado en la rama de un árbol. Era el pájaro charlatán, tenía el pico abierto, como si sonriera. No paraba de mascullar.
-¡Ja, ja! ¡Qué divertido! ¡Ja, ja! ¡Qué divertido! ¡Ja, ja!
"Yo no le veo la gracia", pensó Lily.
-El canguro ha salido a buscar fruta para el desayuno -dijo el pájaro-. Me pidió que te cuidara. Pero esa astuta serpiente se coló cuando fui a consultar al buho blanco por esta indigestión tan terrible que tengo. Pero qué divertido, ¿eh? ¡Ja, ja, ja! ¡Qué divertido! ¡Ja, ja!
En ese preciso instante, la serpiente tembló y comenzó a desplegarse. Lily se puso nerviosísima al sentir que se deslizaba por sus piernas desnudas, pero no movió ni un músculo. Despacio, poco a poco, la serpiente bajó al suelo y salió arrastrándose por la entrada de la cueva.
En cuanto estuvo fuera, el pájaro se abalanzó sobre ella y, atrapándola por el cuello con su poderoso pico, la levantó del suelo. Aunque se retorcía y silbaba de furia, la serpiente no podía escapar. El pájaro la arrastró hasta la copa del árbol, donde la golpeó tres veces contra el tronco. La serpiente cayó muerta sobre una rama.
-¡Ja, ja, ja! ¿Has visto eso? ¡Ja, ja, ja! ¡Qué divertido! ¡Ja, ja, ja!
Lily se estremeció. El pájaro aún estaba riendo y contando a sus amigos lo sucedido cuando volvió el canguro. Este riñó al pájaro por haber dejado que la serpiente entrase en la cueva, y alejó a Lily del espectáculo de la horrible serpiente muerta. Luego vació su bolsa y sirvió a la niña un desayuno de tallos tiernos y frutos. ¡Estaba buenísimo!
-Muchas gracias, eres muy amable, pero ahora quiero volver a casa.
-Bueno, le he preguntado a todo el mundo -dijo el canguro, inclinando la cabeza- y todos están de acuerdo en que sólo hay una persona que puede saber dónde está tu casa.

-¡Oh! ¿Quién es?
Lily y el canguro
-Todos dicen que deberíamos preguntarle al ornitorrinco.
Así pues, Lily y el canguro partieron en busca del sabio ornitorrinco.









El niño que queria un arco iris
Todos los días, Juanito volvía andando de la escuela por un verde y delicioso valle, en el que crecían las campanillas y pacían las ovejas. Siempre iba silbando. Juanito sabía silbar más canciones que todos sus amigos; se acordaba de todas las canciones que escuchaba porque había nacido en un molino, en el momento justo en que el viento cambiaba del sur al oeste. También podía ver cómo soplaba el viento, y esto es algo que muy poca gente puede observar. Un día, al caminar hacia casa por el sendero, Juanito oyó al viento del oeste que se quejaba y suspiraba.
-¡Ay de mí! ¡Ay! ¡Oh, soplar y resoplar! ¡La he olvidado!
-¿Qué es lo que has olvidado, Viento? -preguntó Juanito, volviéndose para mirarlo. Estaba pardo, azul y tembloroso, y tenía manchas doradas.
-¡Mi canción! ¡He olvidado mi canción favorita!
Juanito silbó una melodía y preguntó al viento:
-¿Es ésta tu canción?
El viento se quedó encantado.
-¡Sí! ¡Esa es! ¡Qué listo eres, Juanito! -y revoloteó a su alrededor, jugueteando amable y despeinándole.

-Te haré un regalo -dijo, y siguió cantando la melodía que le había silbado Juanito-. Será un tesoro: una llave de plata y un rizo de oro.
Juanito no sabía para qué podían servirle estas cosas, de modo que se apresuró a decir:
-¡Oh, no! Por favor, preferiría un arco iris para mí solo.
Y es que, con frecuencia, en el cielo de aquel valle salían preciosos arco iris, aunque para Juanito siempre desaparecían demasiado pronto.
-¿Un arco iris para ti solo? Es difícil -dijo el Viento-. Muy difícil. Toma un cubo y ve caminando por el campo hasta que llegues al Salto del Pavo Real. Llena el cubo de gotas de agua. Tardarás bastante. Pero cuando lo tengas lleno, encontrarás dentro algo que puede darte un arco iris. Por suerte, el día siguiente era sábado. Juanito cogió su almuerzo y un cubo, y caminó por el campo hasta las cataratas, llamadas "Salto del Pavo Real", en donde el agua, al saltar por las rocas, formaba unas gotitas que resplandecían con unos colores maravillosos, como los de un pavo real. Juanito permaneció todo el día en las cataratas, recogiendo con el cubo las gotas de agua. Por fin, ya cuando se iba a poner el sol, tuvo todo el cubo lleno, justo hasta el borde. Entonces vio dentro del cubo algo que se movía de aquí para allá, y que relucía con los brillantes colores del arco iris. Era un pececillo.
-¿Quién eres? -dijo Juanito.
-Soy el Genio de la catarata. Echame otra vez al agua y te recompensaré con un regalo.
-Sí -dijo el niño-, te echaré al agua, pero, por favor, ¿puedes darme un arco iris que me quepa en el bolsillo?
-iHmmm! -dijo el Genio-. Te daré un arco iris, pero no es fácil de guardar. Creo que ni siquiera conseguirás llevártelo a casa. Pero si quieres uno, aquí lo tienes.
El genio saltó del cubo y se sumergió en la cascada.
Entonces salió de las gotas de agua un arco iris, que fue a posarse en el cubo de Juanito.
-¡Qué maravilla! -exclamó. Tomó el arco iris con las dos manos, sosteniéndolo como una bufanda, y se quedó admirado de sus brillantes colores. Lo enrolló con gran cuidado y se lo guardó en el bolsillo. Luego emprendió el camino de regreso hacia su casa.
El niño que queria un arco iris


Al atravesar el bosque oyó que alguien lloraba, escondido en un rincón oscuro entre los árboles. Se acercó para averiguar qué era y vio a un tejón que había caído en una trampa.
-Querido niño -gimió el tejón-, déjame salir, o vendrán los hombres y los perros y me matarán.
-Me gustaría ayudarte, pero para abrir esa trampa necesitaría una llave.
-Con la punta de ese arco iris que veo en tu bolsillo podrás forzar la puerta.
Y así fue. Cuando Juanito empujó la punta del arco iris entre los bordes, la trampa se abrió y el tejón pudo escapar.
-Muchas gracias, muchas gracias -masculló, y desapareció en su guarida.
Juanito enrolló de nuevo el arco iris y se lo guardó en el bolsillo. Pero los afilados dientes de la trampa habían rasgado un gran trozo del arco iris, y el trozo se disipó.
En el lindero del bosque había una casita en la que vivía la vieja señora Benita. Tenía muy mal carácter. Si por casualidad caía una pelota en su jardín, la cocinaba en el horno hasta convertirla en carbón. Y todo lo que comía era de color negro: pan quemado, té negro, aceitunas negras. Llamó a Juanito y le dijo:
-Oye, chico, ¿me das un pedacito de ese arco iris que te asoma por el bolsillo? Estoy muy enferma. El médico me ha recomendado un pastel de arco iris para curarme.
A Juanito no le apetecía nada darle un pedazo de su tesoro, pero la mujer parecía muy enferma. De mala gana entró en la cocina y ella cortó un gran pedazo de arco iris con un cuchillo de pan. Luego preparó una pasta dura con harina y leche hervida, añadió el trozo de arco iris y cocinó la mezcla. Dejó enfriar el pastel, lo cortó en pedazos y se los comió con mantequilla y azúcar. Juanito también probó un trozo. Estaba delicioso.
-Es lo mejor que he comido en todo el año -dijo doña Benita- Estoy harta del pan negro. Noto que este pastel me está sentando muy bien.
Tenía mejor aspecto. Se le colorearon las mejillas y empezó casi a sonreír. Juanito, por su parte, después de haber comido su pedazo de pastel, creció tres centímetros.
-Más vale que no sigas comiendo -dijo la señora.
Juanito guardó en el bolsillo el pedazo de arco iris. Ya no quedaba mucho.
Cerca del molino de viento donde vivía, su hermana Marita le salió al encuentro. Tropezó con una piedra, cayó al suelo y se hizo una herida en la pierna. La herida sangraba, y Marita, que sólo tenía cuatro años, empezó a llorar.
-¡Mi pierna! ¡Me duele muchísimo! ¡Por favor, Juanito, ponme una venda, date prisa!
Bueno, ¿qué iba a hacer él? Sacó del bolsillo lo que le quedaba del arco iris y vendó con éste la pierna de Marita. Pero todavía pudo quedarse con un trocito muy pequeñito que sobró.
Marita estaba embelesada viendo el arco iris alrededor de la pierna.
Gritaba...
-¡Es maravilloso! ¡He dejado de sangrar!
Y se marchó bailando para enseñárselo a todo el mundo.
Juanito se quedó tristísimo con la pizca de arco iris que aún le quedaba. Al momento, oyó un susurro, se dio media vuelta y vio los volatines de su amigo, el viento del oeste, vestido de amarillo, marrón y rosa.
El niño que queria un arco iris

-Bueno -dijo el Viento-. ¡El genio de la cascada ya te advirtió que es difícil conservar un arco iris! Y aunque ya no lo tengas, eres un chico con suerte. Puedes oír mi canción y has crecido tres centímetros en un solo día.
-¡Es verdad! -dijo Juanito.
-Abre la mano -le ordenó el viento. Juanito extendió la mano, en la que guardaba el arco iris, y el viento le sopló como se hace con unos tizones para avivar el fuego. Y al soplar, el pedazo de arco iris fue creciendo y creciendo hasta llegar al punto más alto del cielo. No era un arco iris simple, sino que se había convertido en dos, y el de debajo resultaba ser el más grande y brillante que Juanito había visto en su vida. Muchos pájaros se asombraron tanto al verlo, que dejaron de volar y cayeron a tierra o chocaron entre sí en el aire.
El arco iris se deshizo luego y desapareció.
-¡No importa! -dijo el viento-. Habrá otro arco iris mañana. Y si no, la semana próxima.
-Y yo podré tenerlos de nuevo en la mano -dijo Juanito orgullosísimo.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
La habitación desordenada
Un domingo por la mañana, la mamá de Carlos fué a despertar a su hijo y subió las escaleras de la casa para entrar en su habitación. O lo intentó. Porque había tal desorden en él, que sólo pudo asomar la cabeza por la puerta. Carlos, que ya se había despertado, estaba sentado en medio todo ese desorden leyendo tranquilamente un libro.
.- Pero como puedes tener así la habitación, dijo mamá. Es necesario ordenarlo todo y poner cada cosa en su sitio.
.- ¿Por qué? Preguntó Carlos.
.- ¿Por qué? repitió su madre con claros signos de enfado. Porque no se puede tener un desastre de como el que tu tienes aquí, cuandos las cosas no se guardan en su sitio se rompen, se pierden y cuando vas a buscar algo que necesitas con urgencia y rapidez jamás se encuentra. Quiero que te pongas inmediatamente a ordenar, y no puedes jugar hasta que acabes.
.- Pero mami, estoy muy ocupado, argumentó Carlos, “y además es muy aburrido hacerlo yo solo. ¿No me puedes ayudar?
.- No, no puedo, yo tambien estoy muy ocupada. “Pero te voy a dar un bonito premio si haces un buen trabajo. Su madre se fué y Carlos obediente se puso a ordenar todo su cuarto.

Cuando su mamá volvió, se quedó asombrada, no había ningún rastro de juguetes, libros o ropa. Todo había desaparecido.
Estoy impresionada y muy contenta, dijo mamá. Pero voy a inspeccionar detenidamente tu trabajo más tarde para ver si todo esta tan perfecto como parece .
Fue muy fácil, dijo Carlos.

.- ¿Puedo tener ahora mi premio ahora?
.- Muy bien. Sácalo del cajón de la cocina, puedes coger una piruleta y varios chicles.
Cuando llegó a la cocina, se acercó a la cómoda y abrió el cajón que le había dicho su madre y buscó las golosinas.

.- ¿Ha habido suerte? Preguntó su mamá.
Carlos sacudió la cabeza.
.- Tienen que estar en el fondo del cajón, dijo. Vamos a tener que echarle una mirada más detenida. Sacó el cajón y se lo llevó a la mesa. Carlos se arrodilló encima de una silla para mirar dentro. Había un montón de cosas aburridas como grapadoras y recetas de cocina, pero había un montón de cosas interesantes.
.-¿Qué es esto? Preguntó Carlos, sosteniendo una botella de plástico llena de un líquido rojo. Su madre se rió. Es sangre falsa, la tenemos guardada desde una fiesta de Halloween de hace varios años. Tu padre y yo te llevamos vestido como un bebé vampiro. Estabas realmente aterrador.
.- No me acuerdo de eso.




Carlos continuó mirando y encontró algunos dientes de vampiro, una cara pintada de blanco, uñas de plástico para las manos de una bruja y gel para el cabello. Mamá sacó una peluca de pelo brillante. Era de color verde y tenía muelles que colgaban de la parte superior y que acababan en unas bolas tambaleantes de múltiples colores. Las bolas eran de trocitos de cristal y con la luz se veían múltiples colores. Se la puso en la cabeza mientras seguían mirando. Carlos encontró unos elásticos del pelo muy brillantes que hacían juego con la peluca. Le puso un montón de esos elásticos formando pequeños racimos por toda su cabeza y ambos se reían a carcajadas. Me acuerdo de esto, dijo Carlos mientras sacaba una bolsa de plástico. Esto es de mi disfraz de pirata. En el interior había un parche negro para el ojo, un falso bigote negro y unos grandes pendientes de oro. Le quitó el forro pegajoso al bigote postizo y se lo puso en el labio superior, luego encontró un pincel en el cajón y su madre le pintó una cicatriz roja por su mejilla usando la sangre falsa, que le daba el aspecto de ser un feroz pirata. Con el parche y los pendientes estaba perfecto.
La madre de Carlos cogió el blanco de la cara y se lo puso por toda la suya, con la sangre falsa se untó debajo de los ojos y la boca y parecía como que estaba saliendo de los ojos y la boca, se puso los dientes de vampiro y metió los dedos en los dedos de bruja que se habían encontrado. “Mamá tú sí que das miedo exclamó Carlos sin poder parar de reir. Ella hizo ruidos de miedo dirigidos a su gato, que la miro con indiferencia y se siguió lavando a sí mismo en su recipiente de agua.
De pronto vió una cosa gomosa plana.
.-¿Qué es esto mami?
Es un cojín de la risa, dijo mamá. Te tienes que sentar en él y entonces hace ruidos muy, muy groseros.
De repente se oyó un golpe en la puerta trasera. Una voz gritó. Hola, soy yo. Me he quedado sin azúcar. Era su vecina, la entrometido y cotilla señora Alicia. Ella siempre estaba quejándose de todo y criticando a todos.
La señora Alicia entró en la cocina. Su boca se abrió.
.- Querida podrías darme un poco de azúcar para mi pastel, y de paso vigila a tu gato para que no entre en mi casa, que la última vez se comió parte del pastel.
Justo en ese momento, Carlos se sentó en el cojín de la risa y dejó escapar un enorme ruido, que no tenía nada que envidiar a un trueno enorme. El gato pegó un saltó, y salió
corriendo a toda velocidad con el pelo todo erizado y super asustado.

.- Bueno! dijo la señora Alicia y salió corriendo de la habitación y de la casa.
Cuando la puerta se cerró de golpe Carlos y su mamá se echaron a reír hasta que el bigote se le cayó del labio y los dientes de vampiro de su madre salieron despedidos de su boca con tanta risa. Carlos se sentó en las rodillas de su mamá.

.- Es divertido hacer esto juntos, dijo.
Tal vez. Pero todavía no hemos encontrado las chuches que tenía aquí. Ambos miraron el enorme montón de cosas que se distribuían por toda la mesa de la cocina.
Bueno, ya ves cómo las cosas se pierden, o se rompen, cuando no están ordenadas y en su sitio. Pero, ¿qué voy a hacer con todo esto?
Yo sé, es muy fácil, dijo Carlos y cogiendo todas las cosas que estaban sobre la mesa las fue poniendo tal como las cogía dentro del cajón de la cocina. Cuando acabó de hacerlo cogió el cajón y volvió a ponerlo en su sitio. “Ya está todo ordenado
Su mamá le miró con recelo y pensado como había ordenado su habitación.

.- Vamos a inspeccionar tu cuarto ahora, ¿de acuerdo.
Carlos la siguió escaleras arriba, y al entrar vieron como el gato estaba sentado enfrente del acuario de peces mirando con nerviosismo como estos nadaban. Corrió bajo la cama cuando vio a Carlos y a su mamá entrar. Esta se arrodilló y levantó la manta de la cama para sacarlo. Entonces descubrió que debajo estaban un montón de juguetes, libros, coches, camisas y zapatos, tazas de plástico vacías y envoltorios de chocolatinas y por último un sándwich a medio comer en un plato.
.- Carlos! ¿Qué es todo esto?
Es mi cajón de cocina ordenado, dijo. Ella no pudo evitar reír y le envolvió con sus brazos dándole un enorme beso. Vamos a ordenar tu cajón juntos ahora.
 
 
 
 
 
 

 
Tamboril y el Gitano

Tamboril y el Gitano
Una tarde, el caballo Tamboril viajaba rumbo a su nuevo hogar.Andrés y Maite Vegas acababan de comprarlo y lo llevaban a los establos que tenían en Cañameras.
La caja en que iba encerrado empezó a balancearse peligrosamente y Andrés tuvo que detenerse al borde del camino..Cuando abrió la puerta para tranquilizarlo, Tamboril dio un salto y salió al galope, perdiéndose en la oscuridad.
Maite quiso ir tras él, pero Andrés le dijo:
-No podremos encontrarlo ahora. Volveremos mañana.
Se fueron y dejaron al caballo perdido en la noche.
Al principio. Tamboril sólo pensaba en huir lo más lejos posible de la caja, y corrió como un rayo por la carretera. Luego aflojó el paso y empezó a trotar. Se sentía solo, tenía miedo y echaba de menos el establo caliente. Buscó refugio junto a un seto y se echó a dormir.
Aún estaba allí cuando Pepe Heredia pasó rumbo a la escuela al día siguiente. Pepe era un gitanillo que tenía el cabello negro y rizado y unos ojos negros muy brillantes. Lo que más le gustaba en el mundo eran los caballos. Su padre ya no se dedicaba a criarlos, pero Pepe llevaba en la sangre un gran amor por estos animales.
-Quieto, quieto -susurró, acariciando a Tamboril- Vamos a ser buenos amigos.
El caballito sintió que estaba a salvo con el niño. Pero tenía mucho frío.
-Pobrecito -dijo Pepe- Será mejor que te lleve a casa, a ver a la abuela.
Y echó a andar, llevándose a Tamboril con él. El campamento gitano se encontraba muy cerca de la carretera principal. Estaba lleno de coches y camiones en mal estado, y entre ellos sobresalía, como una flor brillante, un carro de madera pintada. Pepe se acercó a la puerta y la golpeó con los nudillos. Abrió su abuela.
-¿Qué traes ahí? -preguntó, al ver al caballo.
-Lo encontré junto al camino. Tiene mucho frío y se me ocurrió que tú podías ayudarlo.
Ella volvió a entrar en el carro y regresó con una botella de medicina que olía rematadamente mal.
-Es una receta mía.
Le dio un poco al animal, que sintió como un fuego le calentaba las entrañas, y lo hizo acostarse en un montón de trapos, cubriéndolo con mantas viejas.
-No tardará mucho en sentirse bien -dijo la vieja gitana.
Pepe se sentó junto a Tamboril para ver cómo se recuperaba.
Mientras lo acariciaba, apareció su padre.
-¿Qué hace aquí este caballo? -gritó- Llévatelo en seguida. Sabes muy bien que está prohibido robar caballos.
-No lo robé, lo encontré en el camino.
-Si es así, deberías llevarlo a la comisaría. Los policías sabrán qué -Ya puedes olvidarte de eso -le recomendó su padre-. Aquí no hay sitio para caballos.
Tras decirle esto, se marchó.
-¡Pepe! -gritó su abuela desde la puerta del carro-. ¡Ven aquí! Tengo que enseñarte una cosa.
Sacó un paquete de un viejo baúl y, desenvolviéndolo lentamente, le mostró la brida más bonita que jamás había visto.
-Era de tu bisabuelo, de mi padre -le explicó-. Tenía cuarenta caballos, y esta brida era la de su preferido. Cuídala bien, ¿me oyes? Trátala como se merece y te traerá suerte.
Pepe estaba tan emocionado que no sabía cómo darle las gracias. Salió y le colocó la brida a Tamboril.
-¡Vaya, te va perfecta! -suspiró-. Pero esta tarde ya no estarás conmigo...
Tamboril se dio cuenta de que había llegado el momento de marcharse. Se puso en pie, Pepe lo montó y se alejaron del campamento a medio galope. Con el gitanillo montado en su lomo, Tamboril estaba dispuesto a ir a cualquier parte.
Había un atajo que atravesaba los campos de brezos, en dirección a la comisaría. Tamboril se animó y comenzó a galopar. Pepe pesaba menos que una pluma. Monte arriba, se dirigieron hacia un muro de piedras muy bajo. A Tamboril le encantaba saltar; acortó el paso y se dispuso a pasar sobre el muro.
-¡Arriba! -gritó Pepe.
Al otro lado del muro había una cantera inundada. Tamboril se asustó. Al caer, el suelo cedió bajo sus patas y comenzó a resbalar hacia el agua. Pepe pudo saltar, pero Tamboril cayó al agua fangosa con gran estrépito.
"¡Seguro que se ahogará!", pensó. "¡El agua es tan profunda!"
Pero Tamboril logró llegar a una roca que había en la orilla.
Pepe se arrastró por el borde de la cantera hasta poder agarrar la brida de Tamboril.
-Calma, calma, pequeño -susurro-Quédate quieto. Todo va bien. Pronto vendrán a ayudarnos. Se equivocaba. Nadie los ayudó. Estuvo allí sentado durante muchas horas, sosteniendo la cabeza del caballito. Pepe gritó y gritó, hasta perder la voz, pero nadie oyó sus llamadas de auxilio.
Comenzaba a hacerse de noche cuando oyó ladrar a un perro y vio en la lejanía a un labrador que, seguramente, era su dueño.
El perro se acercó corriendo.
-Busca a tu amo. ¡Busca, busca! -le suplicó Pepe. En seguida comprendió la tragedia y con ladridos lastimeros llamó al labrador, que se acercó presuroso.
-Te sacaremos de ahí, ten confianza -gritó el hombre.
A la media hora vieron un helicóptero sobre sus cabezas. Primero bajaron a un tripulante con unas cuerdas especiales; Pepe le ayudó a sujetar a Tamboril con ellas.
El asombrado caballo no podía comprender qué sucedía. Intentó no perder de vista a su amiguito. ¿Iban a llevárselo a él, abandonando allí a Pepe? Subió y subió, hasta que lo dejaron a buena distancia de la cantera. Pepe no esperó al helicóptero, sino que se apresuró a escalar la cantera para asegurarse de que Tamboril estaba a salvo.
Una vez en casa del labrador, Pepe tomó una taza de leche con galletas y Tamboril una deliciosa masa de salvado. La policía, y Andrés y Maite Vegas, tras buscar al caballo afanosamente, lo encontraron sano y salvo allí.
-Lo llevaba a la comisaría cuando nos caímos en la cantera -les contó Pepe.
-Se llama Tamboril -explicó
Maite- Ven a verle cuando quieras. Así pues, Pepe se pasó todos los fines de semana y las vacaciones trabajando en los establos de Cañameras. Muchos chicos montaban Tamboril, pero sólo llevaba la brida gitana cuando lo montaba Pepe.
 
 

















1 comentario:

  1. Muchas gracias por compartir estos hermosos cuentos, he estado buscando las imágenes exactas de las historias que leía de niña y es prácticamente un milagro haber encontrado tantos en un solo lugar, GRACIAS GRACIAS GRACIAS!!!

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