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viernes, 18 de abril de 2014

CUENTOS SEXTO PRIMARIA



Serafín Migadepan
Serafín Migadepán era muy bueno. Parecía que no podía ser tan bueno. Nunca hacía ruido. Ayudaba a las ancianas a cruzar la calle. Bebía zumo de ciruelas porque era sano y se lavaba por lo menos dos veces al día sin que nadie tuviese que decírselo. Su cuarto estaba siempre ordenado y en el colegio sus profesores pensaban que era maravilloso.

Serafín Migadepan
-Serafín es un angelito, ¿verdad? -decía su mamá.
Las madres de los otros niños respondían:
-Sí, un angelito. Pero en secreto pensaban: "Este niño es un repipi".
Un día, a Serafín empezó a dolerle la espalda. Bueno, por el momento era sólo un picor. Intentó rascarse, pero no alcanzaba con la mano. A la hora de acostarse, dio las buenas noches a su madre y a su padre y se dirigió a su habitación. Mientras se ponía el pijama, vio sus hombros reflejados en el espejo. ¡Tenía dos grandes bultos rojos!
Aquella noche no consiguió dormir más que acostado boca abajo y a la mañana siguiente su pijama le resultaba demasiado estrecho. Se miró de nuevo en el espejo y vio que le habían crecido ¡dos pequeñas alas!

Serafin alas de angel


La cosa fue a peor. Mientras se lavaba los dientes (cepillando de arriba abajo, naturalmente, no hacia los lados) una luz deslumbrante centelleó sobre su cabeza y tomó la forma de una aureola. Serafín se estaba convirtiendo en un ángel. ¡Pobre Serafín! Las alas abultaban debajo del jersey y la aureola le producía dolores de cabeza.
"No quiero ser un ángel", pensaba. "Pareceré una niña paseándome por ahí con un vestido blanco. Ahora ya no me quieren mucho. Cuando me haya convertido en un ángel con alas y todo, nadie me dirigirá la palabra." Se puso la cazadora para disimular las alas y estiró bien la capucha para esconder la aureola. Pero cuando entregó los deberes (a su tiempo debido, como de costumbre), sintió que sus alas crecían y largas plumas blancas se asomaban por debajo de su cazadora. Sólo había una solución para no convertirse en un ángel: hacer algo realmente malo, cuanto más malo, mejor.
-Serafín, querido, quítate la cazadora -dijo la profesora, al tiempo que dirigía una tierna sonrisa a su alumno predilecto. Serafín carraspeó nerviosamente.
-No -dijo.
La profesora no podía dar crédito a lo que oía.
-¡Serafín! -dijo con firmeza- ¡Quítate la cazadora!
-¡Ni hablar! ¡No me da la gana! ¡Y usted, vieja estúpida, no puede obligarme! -gritó con una mueca de burla.
Al instante, una pluma se desprendió de sus alas.
-¡ SERAFÍN!
Se ciñó la cazadora y se fue corriendo de la clase y del colegio, hasta la calle. Se paró delante del cuartel de los bomberos y con una tiza dibujó en el muro una caricatura de su maestra. Debajo escribió: "Ser malo es maravilloso" y "La maldad es estupenda". Cuando se fue a la calle de las tiendas, dejó tras sí tantas plumas blancas que se hubiera podido llenar con ellas una almohada.
Aquello no le gustaba nada. Ser malo resultaba pesado para un angelito como Serafín.

Serafin portandose mal


En el supermercado retiró la lata judías que soportaba toda la pila. Desenchufó los aparatos frigoríficos y descongeló todos los pollos. Lanzó un carrito contra un estante de rollos de papel y todos los paquetes de papel higiénico se vinieron abajo sobre los compradores.
-¡Demonio de niño! -gritaron, y el encargado le amenazó con el puño. Serafín buscó su aureola. Había desaparecido, dejándolo con una leve impresión de calor en el cogote, que se le quitó tras haber tirado unos cuantos guijarros a los patos del estanque. Después de desinflar los neumáticos de un par de coches, llamar a unos cuantos timbres y quitarle los caramelos a un niño, se dio cuenta de lo mucho que se estaba divirtiendo. Una especie de risa diabólica se le escapó de la garganta al tiempo que sus plumas de ángel se desparramaban como la lluvia.
-¡Tú, diablillo! -gritó un hombre a quien empujó de mala manera.
Pero Serafín se escapó corriendo, dobló la esquina donde había un mendigo pidiendo limosna y al pasar le robó lo que tenía en el platillo. De regreso a casa, se puso a saltar sobre la cama con las botas puestas, hasta que se rompió. Sacó todos su juguetes... y no los volvió a guardar.
-Prepárame la cena, mamá -exigió-. Ahora mismo.
-¿Te has lavado las manos, querido? -dijo su madre.
-No, y no volveré a lavarme ni a cepillarme los dientes nunca, ni siquiera hacia los lados.
-¡Serafín! -gritó su padre-¿Qué le pasa a este niño, mamá? ¿Está enfermo?
A decir verdad, Serafín no se sentía nada bien. Notaba un dolor espantoso en la frente.
"No puede ser mi aureola", pensó. "¡Si no he hecho nada bueno en todo el día!"
Corrió hasta el cuarto de baño para mirarse en el espejo: tenía dos manchitas rojas encima de las cejas. Sus ojos tenían un extraño color y le dolía el trasero.
A la mañana siguiente, Serafín comprendió: le habían crecido un par de cuernos y tenía un rabo puntiagudo que le llegaba a los pies.
¡Serafín era un diablo!
¡Pobre Serafín! Tendría que volver a ser bueno. Pidió perdón a su madre, devolvió el dinero al mendigo y fue a limpiar el muro del cuartel de los bomberos. Pidió disculpas a su maestra.
-No estaba en mis cabales ayer -dijo.
Ella le preguntó por qué llevaba una venda en la cabeza.
-Me di un golpe en la frente -mintió.
Y el rabo enrollado en su pantalón creció un poquito más.

Serafin diablito


Tan sólo después de haber sido bueno durante tres días, el rabo y los cuernos desaparecieron, arrastrados por el agua del baño. Serafín respiró aliviado y se prometió a sí mismo no volver a ser nunca realmente malo. Pero por si las alas o la aureola amenazaban con aparecer de nuevo, decidió cepillarse siempre los dientes de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, en vez de arriba abajo, como le habían dicho que tenía que hacer.








Palitroque
Era una mañana de otoño; en el bosque embrollado amanecía. Los tejones bostezaban y se desperezaban. Las ardillas saltaban de aquí para allá, buscando nueces. La voz aguda de la abuela Sarmiento sacudió las hojas del viejo roble:

-¡Palitroque! ¡Palitroque! ¿Estás despierto? Tienes que traerme algunas setas.
Palitroque

 -¿Ha de ser ahora mismo? -preguntó Palitroque, somnoliento.
La abuela Sarmiento irrumpió en su dormitorio.
-Sí, ahora mismo, o no tendremos nada que comer.
-Está bien, está bien, -contesto Palitroque sacudiéndose su manta de hojas secas-. Vamos, Petronila, tenemos que salir. Deja ya de dormir.
Palitroque se vistió y recogió su sombrero, en el cual dormía Petronila, la araña mágica. Al ponérselo, tiró a Petronila de la cama y ésta se despertó sobresaltada.
-¡Qué pasa! -gritó.
-Buenos días, Petronila.
-¿Con quién estás hablando? -preguntó la abuela Sarmiento-. ¡Ah!, con esa araña asquerosa ¿verdad? Pues las arañas no son mascotas, son para -hacer pasteles.
"No conseguirá hacer un pastel conmigo", penso Petronila que escuchaba, escondida, en el sombrero de Palitroque. "¡Si no me equivocara tanto con mis hechizos, la convertiría en mosca y la atraparía en una de mis telas!"

-Date prisa -dijo la abuela -y tráete un montón de setas venenosas.

Palitroque

Palitroque anduvo durante muchas horas por el bosque embrollado, pero no pudo encontrar ni una sola seta. La abuelita se va a enfadar con nosotros.
Petronila se posó en el ala de su sombrero.
-¡Bueno, no podemos volver con las manos vacías!
Así pues, siguieron buscando, riéndose y jugando, mientras se internaban cada vez más en el bosque. De pronto se detuvieron; alguien lloraba a lo lejos.
-¡Vaya! -exclamó Petronila- Parece que alguien necesita ayuda.
-Sí, viene de allá -dijo Palitroque-. Date prisa. Vamos por este valle, es un atajo.
-¡No! -gritó Petronila-. ¡Mira el cartel!
Palitroque leyó detenidamente el cartel a la entrada del valle.
-Cuidado con los árboles... No puedo entender la última palabra. Cuidado con los árboles... ¿qué? Continúo sin entender. Tendremos que ir por el camino del puente de las campanillas.
A medida que Palitroque se acercaba al puente, oía que los sollozos se hacían cada vez más fuertes. Pero cuando se detuvo para recuperar el aliento, a mitad del puente, el llanto se interrumpió.
-Quizá lo hemos asustado -dijo Petronila. -Ojalá que no -contestó
Palitroque-. Probaré a gritos. ¡Hola! ¿Hay alguien? Nadie contestó.
-¿No hay nadie? -gritó.
-No hay casi nadie -respondió una voz-. Así que déjame en paz.
Tomas del Cuento Palitroque

-Hemos venido corriendo hasta aquí para ayudarte -dijo Palitroque, bajando al barranco para mirar debajo del puente. Al borde del río había una criatura con aire desolado.
-Hola. Me llamo Palitroque.
-Es un nombre muy bonito -lloriqueó el desconocido-. Yo soy Tomás.
-Bueno, ése también es un nombre bonito -respondió Palitroque.
-Me llaman el tonto, triste y trasto Tomás.
-Lo siento -dijo Palitroque-. ¿Por qué?
-No necesito ningún motivo para llorar -sollozó Tomás otra vez-. Estoy triste desde que tengo uso de memoria. No sé lo que es la felicidad.
-¡Pero si es muy fácil! -exclamó Palitroque-. Te enseñaremos a ser feliz, ¿verdad, Petronila?
-Claro que sí. Voy un momento al sombrero a buscar mi libro de hechizos.
-Mientras vuelve Petronila, te contaré un chiste -dijo Palitroque, que se sentó al lado de Tomás.
-¿Por qué están tristes los dentistas? -le preguntó. Pero Tomás ya lo sabía. -Porque siempre tienen problemas con las muelas.
¡Me llamaban Tomás Tira-muelas, precisamente por eso! No podía contener el llanto.
Petronila salió por la puertecita que tenía en el sombrero de Palitroque. Llevaba en una mano el libro de hechizos y en la otra su varita mágica. -Petronila es una araña mágica -explicó Palitroque-. Puede conseguir lo que quieras. Piénsalo bien y dinos qué te gustaría tener ahora mismo. Eso te hace feliz ¿no?
-Lo intentaré -sollozó Tomás- Quisiera..., quisiera un pastel de manzana.
-¡Oh! Lo tendrás -afirmó Petronila, hojeando su libro. -A ver... pasta de serpiente... puré de hormigas... ¡Aquí está! Pastel de manzana.
Comenzó a saltar de aquí para allá, agitando su varita mágica.
"¡Canela en polvo, patas de rana, dale a mi amigo un pastel de manzana!" Al compás de este estribillo apareció un resplandor azul muy brillante en aquel lugar y miles de motas de polvo dorado cayeron al suelo.
-¿Resultó? -tosió Petronila, frotándose los ojos. -¿Qué es esto que tengo en el cuello? -preguntó Tomás-. ¡Oh, no!
-Petronila, tonta -se burló Palitroque-¡le has hecho una corbata de manzana! Tomás se puso a llorar otra vez; así que Palitroque dijo:
-Vamos, piensa... ¿qué otra cosa quisieras tener?
Tomás miró sus ropas, que estaban muy sucias.
-Bueno. ¿Qué os parece un traje de oro y una camisa de volantes?
Petronila buscó el hechizo adecuado. "¡Sangre de toro y escorpiones gigantes, un traje de oro y camisa de volantes!" . Esta vez el resplandor fue aún más brillante. Antes de que se despejara el polvo, Tomás se vio reflejado en el río, lanzó un grito y corrió a esconderse.
-¡No! Ha vuelto a salir mal. ¡Jamás seré feliz!
-Petronila, ¿qué pasa ahora? -preguntó Palitroque al dispersarse el polvo mágico-.
¿No lo habrás hecho desaparecer?
Petronila consultó su libro.
-Cielo santo, tengo que ir a un oculista. En vez de un traje de oro y una camisa de volantes...
-¿Qué? ¿Qué le has dado?
-¡Una bota muy vieja y una falda elegante!
-No me extraña que se haya escapado -dijo Palitroque- ¡Vamos, hay que encontrarlo!
Palitroque y Petronila corrieron por el bosque embrollado, siguiendo las huellas de Tomás. Estas les llevaron directamente al inicio del valle donde habían visto el cartel. Se detuvieron otra vez para tratar de leerlo. De pronto, oyeron un grito horrible procedente del valle:
-¡Aaay! ¡No, por favor! ¡Basta! -Es Tomás. Parece encontrarse en un terrible aprieto. ¡De prisa!
Mientras corrían, los gritos se hacían cada vez más fuertes. Cuando al fin Palitroque y Petronila lo encontraron, no pudieron creer lo que veían. Tomás rodaba por el suelo, las ramas bajas de los árboles le hacían cosquillas en todo el cuerpo.
Cosquillas a Tomas

 -¡Ja, ja, ja! ¡Basta! ¡Por favor, ja, ja!
-¡Ya sé lo que decía el cartel! -exclamó Palitroque-. Decía: "Cuidado con los árboles cosquilleros."
Por fin los árboles dejaron de hacerle cosquillas a Tomás. Recuperó el aliento y se enjugó las lágrimas.
-¿Por qué os reís? -preguntó-. ¿También os han hecho cosquillas los árboles?
-No, es tu falda. ¡Estás tan gracioso! -dijo Palitroque entre carcajadas.
-Soy tan feliz -añadió Tomás-. Por primera vez en mi vida he aprendido a reír. Y todo gracias a vosotros. Pero, Petronila, por favor, quítame estas ropas tan ridículas.
-Claro -dijo Petronila-. Esta vez no cometeré ningún error con el hechizo.
"¡Zarpas de tigre, fiero animal, haz que Tomás vuelva a ser normal!" Cuando se disipó otra vez el polvo azul, apareció Tomás, exactamente como era antes, pero... ¡con una sonrisa en los labios!
En ese instante, Palitroque sintió unos golpes en la espalda. Uno de los árboles mágicos trataba de decirle algo. Con una de sus ramas señaló a los pies de Palitroque. Allí, en un húmedo lecho de musgo, había un montón de setas venenosas. Tomás y Palitroque , cogieron muchas para llevárselas a la abuelita, Sarmiento.
Merienda Palitroque

 Ya en casa, comieron tostadas con mermelada de setas y a todos les encantó. Tomás comentó que era un buen final para un día perfecto.
-No sólo encontré la felicidad -dijo, dándole un gran beso a la abuela Sarmiento-. ¡También he descubierto tres buenos amigos!







Palitroque y la caravana mágica
 En la casa del viejo roble, la abuela Sarmiento se levantó una mañana con un terrible resfriado. -¡Pali... Pali... tro... Achís! -estornudó.
Palitroque y la caravana mágica
-¿Qué te ocurre? -preguntó Palitroque, entrando en el dormitorio.
-He pescado un horrible resfriado -se lamentó-. Tráeme el pañuelo. Está colgado detrás de la puerta.
-¿Esta cosa? Pensé que era una sábana -se burló Palitroque mientras descolgaba el enorme pañuelo. No seas descarado -le riñó la abuela- Hoy irás por mí al mercado. Estoy demasiado enferma. Mira, he escrito la lista de la compra.
-Dámela -dijo Palitroque orgullosísimo, mientras se ponía su sombrero (donde vivía Petronila, la araña mágica). Cuando ambos se marchaban, la abuela Sarmiento estornudó con su enorme nariz y todos los árboles del bosque embrollado se agitaron.
Palitroque y Petronila llegaron al final del bosque. Y allí, en un claro, estaba el mercado, lleno de gente extraña e interesante. Palitroque pasó frente al mago de la fortuna, un adivino que hacía trucos con globos, y frente a una anciana que tricotaba vestidos de cuerda. El último carromato pertenecía al Doctor Hierbabuena, un curandero.
-¡Vengan, vengan! -gritaba-. Compren una botella del brebaje Pelón y su pelo crecerá tan recio como la hierba en los pastos. Es la octava maravilla del mundo. ¡Lo vendo barato, a mitad de precio!
-Perdóneme -dijo Palitroque-. Mi abuela ha pescado un resfriado espantoso. ¿Tendría usted algo para curárselo?
-Claro que lo tengo, mozalbete -mintió el Doctor Hierbabuena-. Tengo en mi tienda justo lo que necesitas. Naturalmente, el Doctor Hierbabuena no tenía tal cosa, sino cientos y cientos de frascos del brebaje Pelón. Despegó una de las etiquetas y escribió una nueva: "CURA RÁPIDA PARA RESFRIADOS."
Palitroque y la caravana mágica
-Ahora llévate esto a casa y haz que tu abuela lo huela. Pero en cualquier caso, muchacho, no dejes que lo beba o lo derrame sobre nada.
-De acuerdo. Muchísimas gracias -dijo Palitroque.
Puso el frasco debajo de su sombrero para conservarlo bien y entonces Petronila, que se había echado un rato para dormir en él, se despertó de repente.
"¿Qué es este olor espantoso?" pensó, oliendo la botellita del brebaje Pelón. "Tendré que hacerlo desaparecer con magia o nadie querrá visitarme." Y agitó su varita.
Dubidí, dubidá: como verás este sombrero está ocupado, así que te vas.
Pero el frasco permaneció donde estaba, y, en cambio, Palitroque salió despedido de su propio sombrero.
-¡Oh! Lo siento, Palitroque. Mis encantos siempre salen mal.
Palitroque se levantó y se puso de nuevo el sombrero.
-No importa -dijo- Mira, Petronila, podemos hacer aquí la compra.
Estaban frente a la caravana de las sorpresas del señor Malas-pintas  El interior del carromato era bastante más grande que lo que parecía desde fuera, y sus estanterías estaban repletas de cajas, botellas y cestas. El señor Malas-pintas tenía de todo, desde un calcetín de elefante hasta el cepillo de dientes de un ratón. Palitroque paseaba asombrado entre las alfombras de piel de zorro, las alas de mariposa, los huesos de ballena y los barcos metidos en botellas. Había cintas de pelo para buitres, libros de canciones para ciervos, libros de ortografía para duendes y un mapa de senderos del fondo del mar. Había también un aparato de radio sin sonido y un retrato del hombre invisible. Petronila quedó encantada cuando encontró un departamento sólo para arañas donde podía comprar moscas escabechadas y pijamas de ocho piernas. Palitroque se asomó por encima del mostrador y allí estaba el señor Malas-pintas.
-Pasa, pasa. Tú eres el pequeño nietecito de la señora Sarmiento, ¿no?
-Eso es -respondió Palitroque-. Ella no se encuentra muy bien. Así que hoy he venido yo a hacer la compra.
-Dime en qué puedo servirte.
Palitroque sacó su lista de la compra.
-Quisiera... Se paró cuando vio que la abuela había olvidado escribir la cantidad que quería de cada cosa. Bueno, quizá él podría adivinar cuánto.
-Mmm, dos cestos de leche y un litro de nabos..., un saco de mantequilla y un pan de tocino.
El señor Malas-pintas se rió entre dientes.
-¿En rebanadas? -dijo refiriéndose al tocino.
-Mm, rico y crujiente -dijo Palitroque-. Y media docena de coles y una jarra de pan, por favor.
-¿Blanco o moreno?
-Verde, por favor -dijo Palitroque-. Yo pensaba que todas las coles eran verdes.
-¿Esto es todo? -sonrió el señor Malas-pintas, mientras depositaba la última mercancía en el mostrador.
-Sí, sólo me falta la carretilla.
-Una carretilla de guisantes, supongo -dijo con retintín.
-No sea tonto, señor Malas-pintas. Una carretilla para llevarlo todo a casa.
Palitroque y Petronila volvieron al bosque embrollado. Los árboles temblaban; seguramente la abuela Sarmiento seguía estornudando.
-He vuelto -gritó Palitroque-. He hecho toda la compra.
La abuela Sarmiento miró la carretilla por encima de su enorme nariz roja y su gran pañuelo blanco.
-¿Algo no está bien, abuela?
-Desde luego -chilló ella-. ¿Qué es todo esto? Una jarra de pan, un saco de mantequilla, dos cestas de leche...
-Yo lo hice lo mejor que pude, ¿verdad, Petronila?
-Desde luego que sí -rechinó la araña, asomándose por la pequeña puerta verde en el sombrero de Palitroque.
-¡Tú no te metas en esto! -estalló la abuela.
Palitroque iba a darle a su abuela el remedio para los resfriados cuando llamaron a la puerta. Dejó el frasco sobre la mesa y fue a abrir.
Como era muy curiosa, la abuela abrió el frasco, hundió su nariz dentro del líquido y se puso a hacer burbujas...
El señor Malas-pintas era quien llamaba. Había llevado algunas flores para la abuela, y la cesta de la compra que Palitroque debería haber traído a casa en realidad de acuerdo con la nota de la abuela.Sólo era una pequeña broma. Palitroque. No te has ofendido ¿verdad? -sonrió el tendero. Justo en ese instante, un agudo chillido resonó en la cocina.
-¡Oh, Palitroque, ayúdame! ¡Ven rápido!
Palitroque y el señor Malas-pintas entraron corriendo en la cocina... y se echaron a reír cuando vieron a la abuela Sarmiento. ¡Su nariz estaba cubierta de pelusa blanca!
-¡No os quedéis ahí parados! ¡Haced algo! -gritó. El señor Malas-pintas miró el frasco de la cura rápida para resfriados y reconoció al instante el famoso brebaje Pelón del Doctor Hierbabuena. No te preocupes. El crece pelo del Doctor Hierbabuena nunca funciona. Se te habrá quitado todo por la mañana. En aquel momento, la pelusa de la nariz de la abuela era tan espesa que su resfriado se sintió calentito y desapareció.
Palitroque y la caravana magica
-¡Nunca lo hubiera creído! -dijo ella-. ¡Estoy curada! ¡Celebrémoslo con una buena tarta, bien pegajosa!Así que se sentaron juntos a merendar. Incluso permitió que Petronila se uniera a la fiesta. Siempre y cuando -dijo la abuela Sarmiento- se limpie todas sus patas.









El extraño viaje de Narana
El extraño viaje de Narana
Era un día de sol, en pleno invierno, cuando Narana comenzó la larga caminata de vuelta a su pueblo. Había pasado unos días con su hermana en la montaña, y regresaba ahora a la costa al lado de su marido y los niños. Con unos zapatos, parecidos a raquetas de tenis, Narana podía caminar fácilmente por la nieve blanda. Pero de pronto cambió el tiempo. El viento arreció y arremolinó la nieve. La pobre Narana apenas podía ver por dónde iba. El vendaval la tiró al suelo y rodó y rodó, llevada por la tormenta, hasta que topó con lo que parecían ser dos grandes árboles. Por fin amainó el ventarrón y comenzó a despejarse el cielo. Pero Narana no tenía ni idea de dónde estaba. Frente a ella se extendían cuatro lomas redondeadas, parecían los dedos de una mano gigantesca. Al caer la noche Narana llegó a la cumbre de la loma más alta, donde encontró un hueco para protegerse del viento. Rendida y desdichada, se acurrucó y se quedó dormida.
Por la mañana Narana fue caminando a lo largo de la loma. A un lado la cuesta era escarpada y estaba cubierta de extrañas matas. Al otro lado, enormes trazos azules surcaban la ladera como ríos subterráneos. Bajó deslizándose entre éstos, y emprendió la subida de la ladera opuesta. Caminó durante horas. De vez en cuando, oía ruidos como de burbujas bajo sus pies. Estaba intrigada...
Qué lugar más extraño. Nunca me había encontrado en un sitio como éste. ¿Dónde estaré?"
Llegó hasta una enorme meseta plana. A lo lejos podía ver una extensa selva negra que parecía tocar el cielo. Narana se encaminó hacia allí, pero a mitad de camino volvió a sorprenderla la oscuridad, y encontró un bosque
donde guarecerse para pasar la noche.
Al día siguiente se despertó cansada y hambrienta. Se echó a la boca un puñado de nieve para calmar la sed, pero no pudo comer porque había perdido toda su comida durante la tormenta. Apenas había emprendido el camino hacia la enorme selva negra, cuando sintió que la tierra empezaba a palpitar y moverse bajo sus pies.
'¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!", resonaba a compasadamente.
-¡Es un terremoto! La tierra se va a abrir y me tragará...
De pronto estalló en el aire un ruido atronador.
—¡Ah! ¿Quién eres tú? ¿Y qué haces aquí, a donde nadie viene jamás?
El gigante
Al principio Narana se quedó sin habla. Miraba a su alrededor pero no veía a nadie.
-S-soy Na-Narana. Iba camino de casa y me perdí en la tormenta. ¿Quién es usted...? ¿Qué cosa es usted? ¿Es el fantasma de la montaña?
-No. ¡Soy un gigante! Me llamo Kinak. Duermo solo en esta gran llanura, así puedo estirar las piernas sin aplastar pueblos ni árboles.
-Pero ¿dónde está usted?
-Estoy debajo de ti, Narana. Desde hace dos días has estado andando sobre mi cuerpo. Empezaste en mi mano izquierda, y ahora estás sobre mi corazón. Me imagino que lo oyes.
-¡Sí, sí, claro que lo oigo! Ay, espero no haberle hecho daño.
La tierra tembló de nuevo, esta vez con mucha más fuerza que antes. Narana rodaba y rebotaba... La risa del gigante resonaba en toda la llanura.
-No, pequeña, no me has hecho daño. Ni siquiera cosquillas. Una manada de renos puede ser molesta, pero un solo ser humano ni se nota.
El gigante dejó escapar una risita, y Narana se encontró de rebote en la nieve.
-Te vi por primera vez cuando dormías hecha un ovillo entre mi pulgar y mi índice. Después te dejaste caer por mi mano y te encaramaste por la muñeca hasta mi brazo y mi estómago. Lo que ves frente a ti es mi barba. Pero yo no puedo verte bien ahora, a menos que levante la cabeza y te mire por encima de la nariz. ¿Por qué no trepas a mi cara?
Narana tardó muchísimo en escalar hasta la cara de Kinak. Con la barba tan cerrada pensó que era mejor dar un rodeo por el cuello y trepar hasta la oreja.
-Será mejor que sigas derecha hasta la punta de mi nariz, no quisiera tragarte por error.
Narana pidió al gigante que hablara bajito, porque le asustaba mucho su voz. Y cada vez que él hablaba, se caía. Sin embargo, ella tenía que hablar a gritos, incluso desde su nariz .
-Kinak, tendré que irme pronto, llevo dos días de retraso y mi familia debe estar muy preocupada. -Bueno, si tienes que irte... Pero te echaré de menos, Narana. Esto es muy solitario. Aunque podré volver a estirarme y dar la vuelta. No me he movido desde que noté que estabas sobre mí, por miedo a aplastarte.
-Gracias, Kinak, ha sido muy amable. Pero, ¿dónde estoy?
-Eso no importa. ¿Dónde vives?
-En Tivnú, un pueblo junto al mar.
-Ah, bueno, no está lejos. Puedo soplarte hasta allí.
-¿Cómo dice?
-Ven, súbete a mi labio inferior y siéntate de espaldas a mí.
Narana hizo lo que el gigante le ordenó. Debajo de ella comenzó a levantarse el labio a medida que Kinak inspiraba profundamente. Sopló con suavidad y Narana salió volando por los aires, dando volteretas como una peonza. Pocos segundos después aterrizó sana y salva en un blando montón de nieve. Se puso de pie y se sacudió la ropa; a pocos pasos estaba su pueblo, Tivnú. Narana empezó a caminar alegremente hacia casa. Mientras andaba, pareció oír un débil rumor, como el retumbar de un trueno lejano. Sonaba como si fuera un gigante sollozando. También a ella se le escapó una lágrima.









LA CIVILIZACIÓN MAYA

La civilización maya debe inscribirse dentro de las grandes civilizaciones mesoamericanas, toda vez que hubo rasgos culturales comunes entre ellas (olmeca, teotihuacana, zapoteca, mixteca, tolteca y mexica), como el uso del calendario sagrado, junto con otro solar de 365 días, ciudades-estado gobernadas por una sola persona que concentraba el poder político, civil y religioso; un modelo social estratificado, etc.
La civilización maya tuvo, sin embargo, características propias que la sitúan entre las grandes civilizaciones de la historia de la humanidad. La precisión en la medida del tiempo, pudiendo determinar una fecha pasada o futura con verdadera exactitud e indicando la situación de la luna y Venus en el día elegido; la expresión escrita mediante una combinación de logogramas y signos fonéticos que permitían expresar cualquier idea o relatar hechos; la utilización de un falso arco que permitió embellecer y dar espacio a sus construcciones; la erección de estelas en ciclos de tiempo regulares, inscribiéndose hechos históricos con sus correspondientes fechas acompañadas, frecuentemente, con la imagen del personaje que mandó erigir la estela en tamaño natural, configuran algunos de los aspectos auténticamente singulares del esplendor maya; la cosmovisión integradora del espacio y del tiempo, la división del mundo en cielo, tierra e inframundo, cada uno con sus habitantes e interrelacionados a través del gobernante, verdadero intermediario entre dioses, seres vivientes y difuntos. La combinación de conocimientos astronómicos y matemáticos permitió realizar obras arquitectónicas que aun hoy serían difíciles de lograr, pues muchos de sus monumentos debían tener una exacta posición en relación con los puntos cardinales y el movimiento de los astros.
Se aplicaron en el cálculo y en la cronología, y la complejidad de los ciclos y de las formas de calcular las fechas les obligaron a recurrir a una cantidad de números que otras civilizaciones hubieran sido incapaces de expresar. Este cálculo del tiempo estaba basado en una astronomía que pulía constantemente sus observaciones mediante cálculos repetidos incansablemente. Utilizando una especie de base estadística, los sacerdotes mayas obtenían resultados de una precisión desconcertante -con un margen de error de algunos segundos-, en su cálculo de las revoluciones astrales.
Hoy parece increíble que un pueblo fuera capaz de lograr tal grado de civilización, en un medio geográfico generalmente hostil y por un sólo grupo reducido de personas que constituían la élite dominante. Asombra comprobar que los mayas utilizaron el concepto abstracto del número cero unos 800 años antes que los europeos.
Pero el carácter excepcional del arte y de la arquitectura maya radica en un hecho paradójico. Antes de la Conquista española, los mayas no estaban influenciados ni por las civilizaciones occidentales ni por las de Extremo Oriente. No hubo contacto entre ambas orillas del Atlántico y del Pacífico, por lo que las culturas mesoamericanas se desarrollaron como una isla. No hubo intercambios entre el Viejo y el Nuevo Mundo. América no importó ni plantas comestibles ni animales domésticos, no hubo aportaciones técnicas, ni intercambios religiosos o culturales.
La arquitectura constituye, sin duda alguna, una de las más ricas expresiones artísticas que los mayas crearon para sus dioses y gobernantes. La interpretación de las obras arquitectónicas se ha ido enriqueciendo gracias a los considerables progresos realizados en el desciframiento de los jeroglíficos mayas. La lectura de los textos grabados sobre los edificios -estelas, dinteles, bajorrelieves, escalinatas, etc.- se ha hecho realidad gracias a los esfuerzos de muchos especialistas. Haber conseguido descifrar todas estas cosas ha supuesto una verdadera revolución en la interpretación del pasado maya.







La paloma y la hormiga
 Un bonito día de primavera, cuando ya el sol iba cayendo en un caluroso atardecer, una blanca paloma se acercó a la fuente del río para beber de su cristalina y fresca agua. Necesitaba calmar la sed despúes de estar todo el día volando de acá para allá. Mientras bebía en la fuente, la paloma oyó unos lamentos.
La paloma y la hormiga
-¡Socorro! -decía la débil voz-. Por favor, ayúdeme a salir o moriré.
La paloma miró por todas partes, pero no vio a nadie.
- Rápido, señora paloma, o me ahogaré.
-¡Estoy aquí, en el agua!
- se oyó.
La paloma pudo ver entonces una pequeña hormiga metida en el río.
- No te preocupes- dijo la paloma-, ahora te ayudaré a salir del agua.
La paloma cogió rápidamente una ramita y se la acercó a la hormiga para que pudiera salir del agua. La pobre estaba agotada, un poco más y no lo cuenta. Quedó muy agradecida.
Poco después, mientras la hormiguita se secaba las ropas al sol, vio a un cazador que se disponía a disparar su escopeta contra la paloma. La hormiga reaccionó con rapidez, ¡tenía que impedir como fuese que el cazador disparase a su salvadora!
Y no se le ocurrió otra cosa que picarle en el pie, El cazador, al sentir el pinchazo , dio un brinco y soltó el arma de las manos.
La paloma se dio cuenta entonces de la presencia del cazador y alzó rápidamente el vuelo para elejarse de allí.
¡ Qué bien que la hormiguita estuviese ahí para ayudarla!
Cuando pasó el peligro, la paloma fue en busca de la hormiga para agradecerle lo que había hecho por ella.
Ambas se sentían muy contentas de haberse ayudado, pues eso las uniría para siempre. La paloma y la hormiga supieron entonces que su amistad duraría ya toda la vida.








El Avaro
Había una vez en una tierra muy lejana, un granjero que era muy avaro. Un día decidió vender todas las cosechas y productos de la granja para comprar un gran tesoro de oro, aunque su familia le rogó que no lo hiciera, que no podrían sobrevivir durante el invierno sin las cosechas, la carne y leche que habían producido los animales, pero sin hacerles caso, lo vendió todo y las monedas que le dieron las enterró en un gran cofre al lado de una vieja pared, e iba a verlo a diario. Uno de sus vecinos observó extrañado sus frecuentes visitas al lugar y decidió observar sus movimientos para intentar descubrir por qué hacía eso .


Pronto descubrió el secreto del tesoro escondido del avaro, y aprovechando que se fue a descansar se puso a cavar con mucha fuerza hacia abajo, hasta que llegó al tesoro, “que grande, este oro tiene que ser para mi” y se lo robó.
El avaro, en su siguiente visita, se encontró el hueco vacío y comenzó a  gritar, patalear, tirarse del pelo y decir todos los insultos que le venían y la cabeza, para al final ponerse a llorar desconsoladamente. Un vecino, al verlo se acercó para intentar ayudar a superar su dolor y le dijo: “No llore usted por la pérdida de ese oro que sólo contemplaba, coja  usted una piedra grande y bonita, la coloca en el agujero en el mismo sitio donde estaba el cofre del tesoro, y se hace la ilusión de que esa piedra es el oro, pues le hará exactamente el mismo servicio, porque cuando el oro estaba ahí, usted no hizo el menor uso del mismo y le da igual tener allí un gran tesoro o cualquier otra cosa ". Y diciendo esto se alejó dejando al avaro pensando en la razón que tenía su vecino.
El avaro estaba desolado ya que su familia no tenía nada para alimentarse, entonces dijo el menor de sus hijos, que era el más pillo:
- ¡Guardé algunos animales en un lugar alejado de la granja para que no pudieras venderlos!
Y con estos animales y volviendo las cultivar las tierras, pudieron sobrevivir, y el avaro entendió su gran error.








El laberinto del mino-tauro
Hace mucho, muchísimo tiempo, vivía en Grecia un joven y valiente príncipe llamado Teseo. Su padre era el rey Egeo y gobernaba la hermosa ciudad de Atenas.

Un día bajó Teseo al puerto y vio a un grupo de gente llorando. Siete muchachos y siete doncellas eran llevados, con las manos atadas, a bordo de un barco de velas negras.
¿Quién es esa gente que hay en el muelle? —preguntó Teseo a un marinero.
Son los familiares de las catorce víctimas que van a ser sacrificadas. ¿Ves a esos siete muchachos y siete doncellas? Serán enviados a Creta. ¡Pobrecillos, cómo les compadezco!
¿Por qué? ¿Pues qué les sucederá?
¿Pero no lo sabes, chico? ¡Serán ofrecidos como alimento al terrible Mino-tauro que vive en el laberinto!
Teseo había oído hablar del Mino-tauro  ¡el horrendo monstruo con cuerpo de gigante y cabeza de toro! Poseía unos cuernos temibles y unos dientes enormes, y habitaba en un vasto laberinto en los sótanos del palacio de Creta, devorando a seres humanos. Tan numerosos eran los pasadizos del laberinto, que nadie que penetraba en él conseguía hallar la salida. Teseo regresó apresuradamente al palacio de su padre.
¡Padre! —exclamó—. Acabo de ver a catorce jóvenes atenienses a bordo de un barco que se dirige a Creta. ¿Por qué los enviamos para ser sacrificados a esa terrorífica bestia, el Mino-tauro?
Porque hace mucho tiempo, hijo mío, hubo una guerra entre Atenas y Creta. Atenas fue derrotada, y desde entonces debemos enviar un tributo a Creta cada siete años, ¡un tributo de sacrificios humanos! Si no enviamos a esos siete jóvenes y siete doncellas para que sean devorados por el Mino-tauro  el rey de Creta nos volverá a declarar la guerra y muchos de los nuestros morirán.
¿Y no podría alguien dar muerte al Mino-tauro? —preguntó Teseo. Nadie ha salido nunca del laberinto con vida. O les mata el Mino-tauro, o se pierden para siempre en el laberinto. Teseo regresó corriendo al puerto y se acercó al barco de las velas negras, donde aguardaban los muchachos y las doncellas. Sus familiares y amigos seguían sollozando en el muelle.
¡Pueblo de Atenas! —gritó Teseo—. ¡No lloréis, yo iré a Creta para acabar con el Mino-tauro!
Con estas palabras, Teseo subió a bordo y zarpó rumbo a Creta. Tras muchos días de navegación, llegaron a la bella isla de Creta. En lo alto de un risco estaba el magnífico palacio de mármol del rey Minos. Sus soldados condujeron a los jóvenes y las doncellas por el sendero del risco. El interior del palacio estaba todo adornado con oro y plata. Las habitaciones aparecían repletas de finos muebles, y en todas las paredes podían contemplarse escenas de toros y delfines saltarines.
En el amplio salón el rey Minos se hallaba sentado en un trono dorado. Tenía una larga barba blanca y llevaba puesta una túnica de seda. Sólo esperaba a catorce —dijo rudamente— ¿Por qué el rey Egeo me envía a quince? Teseo dio un paso adelante.
Soy el príncipe Teseo, hijo del rey Egeo. He venido para matar al Mino-tauro y liberar a mi pueblo de esta terrible deuda. Bravas palabras —dijo el rey con una pérfida sonrisa—. Puesto que estás tan ansioso de encontrarte con nuestro monstruo, tú serás el primero que entrará mañana en el laberinto.
En una esquina de la amplia sala estaba la bella princesa Ariadna. Al ver a Teseo, inmediatamente se enamoró de él. "Debo ayudar a este valiente y apuesto joven", pensó.
Aquella noche, se dirigió a su habitación sigilosamente. Príncipe Teseo —murmuró en voz baja—. No puedo ayudarte a matar al Mino-tauro  pero sí puedo ayudarte a escapar del laberinto. Debes aceptar mi ayuda o morirás. Lo haré encantado, princesa —contestó Teseo.
Entonces toma esta espada y esta madeja de hilo y escóndelos debajo de tu túnica. Cuando entres en el laberinto, ata el extremo del hilo a la puerta y ve desenrollando a medida que avances por los oscuros pasadizos. Es tu única esperanza de hallar la salida una vez que hayas matado al Mino-tauro  Yo te estaré esperando junto a la puerta. Debes llevarme contigo de regreso a Atenas. Mi padre me matará si descubre que te he ayudado a escapar.
Te llevaré conmigo, princesa —dijo Teseo con ternura—, pues estoy enamorado de ti. Al amanecer del día siguiente, los soldados del rey condujeron a Teseo hasta el laberinto. Cuando la puerta se cerró tras él, quedó sumido en la oscuridad. Sacando la madeja de hilo de debajo de su túnica, Teseo ató uno de sus cabos a la puerta. Palpó los elevados muros que tenía a ambos lados y, muy despacio, descendió por el angosto camino, desenrollando el hilo a medida que avanzaba. Más adelante vio un poco de luz filtrándose por el suelo del palacio, y pudo ver miles de calaveras y huesos desparramados por el suelo.
De pronto oyó un terrible rugido que resonaba por los pasadizos. El espantoso sonido se aproximaba más y más, y Teseo percibió la fuerte pisada del gigante que se acercaba.
Inesperadamente, la bestia se abalanzó sobre él, bramando y rugiendo, pero el príncipe se apartó de un salto, asiéndose a la roca. La bestia volvió a abalanzarse sobre él, y esta vez Teseo le asestó un violento puñetazo en el pecho. El Mino-tauro cayó hacia atrás, aturdido, y Teseo le agarró por sus inmensos y afilados cuernos, inmovilizándole. El Mino-tauro soltó de nuevo un rugido y rechinó sus enormes dientes. Teseo sacó rápidamente su espada y la hundió tres veces en el corazón del Mino-tauro. La bestia rugió una vez más... y luego se quedó inmóvil.

En la oscuridad, Teseo buscó el ovillo de hilo que se había caído. Cuando lo halló, fue siguiendo con las manos el rastro del hilo a través de los oscuros y sinuosos corredores del laberinto. Al fin alcanzó la puerta donde se hallaba Ariadna. Al ver a Teseo manchado de sangre, corrió hacia él y le abrazó apasionadamente.

Debemos apresurarnos —dijo la joven, muy excitada—, o nos descubrirán los guardias de mi padre.
Ariadna condujo a Teseo a donde se hallaba anclado el barco. Allí, esperándoles, estaban los siete muchachos y las siete doncellas. Cuando salió el sol, pusieron rumbo a Atenas.











El ogro del bosque
Había una vez una anciana que vivía con sus tres hijos en una casita de madera, a la entrada de un bosque muy oscuro. Un año, al acercarse el invierno, la anciana pidió a su hijo mayor que fuera al bosque y cortara un árbol para hacer leña.
¿Para qué? -preguntó el muchacho-. Cuando haga mucho frío, podemos meternos en la cama y no hará falta encender el fuego.
¡No seas vago! -dijo la anciana-No podemos quedarnos en la cama todo el invierno. Tú eres el hijo más fuerte que tengo, así que deberás traer la leña.
Al hijo mayor no le gustaba trabajar, pero al fin salió rumbo al bosque, llevando el hacha más pequeña que tenía. Cuando llegó, se acercó al árbol más podrido que encontró. Pensaba... "Seguro que éste no será difícil de cortar".
Levantó el hacha para empezar el trabajo. Tras el primer golpe, sintió que alguien le tocaba el hombro. Se volvió y vio al ogro más horrible que podáis imaginaros. Tenía un ojo rojo en el centro de la frente. La nariz era de color morado, llena de bultos y retorcida como las raíces de un árbol.

¡Oye, chico! -gritó el ogro-. Si derribas un solo árbol de mi bosque, te romperé en cincuenta pedazos.
Él joven tiró el hacha y corrió a casa tan rápido como pudo para contarle a su familia lo sucedido.
¡Mira que tenerle miedo a un ogro viejo y estúpido! -dijo un hermano, el segundo hijo de la familia-. Mañana iré yo. Al amanecer, tomó un hacha más grande y salió a buscar leña. Ya en el bosque, encontró un árbol tan grande que tenía leña suficiente para todo el invierno.

¡Trac! ¡Trac! ¡Trac! ¡Trac! ¡Trac! -resonaron los golpes del hacha. Pero antes de que hubiera llegado a la mitad del tronco, apareció el ogro.

¡Eh, forzudo! ¿Qué haces? Levanta otra vez esa hacha y te haré cien pedazos.
No te creas que un ogro vi-viejo como tú puede asus-sustarme. No me-me das mie-miedo. Voy a derribar-bar este árbol. iEso ya lo veremos! -y levantando un brazo larguísimo, el ogro arrancó una rama muy grande. Luego la partió en su rodilla y comenzó a romperla en astillas. Al ver que el ogro era tan fuerte, huyó veloz hacia casa. Temblaba de miedo. Al llegar, su hermano mayor le dijo:
¿Y dónde has dejado la leña?
Me encontré a ese ogro tan horrible y me echó del bosque. Era demasiado fuerte, medía unos quince metros...
Entonces habló el hijo menor de la anciana. A mí sí que no me asustaría. Estoy seguro de que no. Iré a traer la leña.
¿Tú? Eres demasiado pequeño. Con ese ogro no tendrías la menor oportunidad.
¡Por favor, dejadme ir!
Al final, y pese a sus temores, la anciana decidió que el hijo menor probara suerte en el bosque. Así pues, al día siguiente, el tercer hijo tomó el hacha más grande que había en la casa. Era tan pesada que apenas podía llevarla. Fue al armario de la cocina y tomó un queso muy blando que tenía la cáscara dura. Cuando los hermanos vieron que se guardaba el queso en la bolsa, se burlaron de él.
¿Para qué lo quieres? ¿Es que te vas de excursión con tu amigo el ogro?
Pero el muchacho no respondió y salió de casa arrastrando el hacha. Al llegar al bosque, se acercó al árbol más grande que había. Hizo un gran esfuerzo para levantar el hacha, pero era tan grande que tuvo que dejarla caer... Sin embargo, el sonido hizo que el ogro acudiera furioso. Rugió con gran voz:
¡Oh, no! ¡Otro más! ¡Y no es más que un niño! Si cortas ese árbol, te haré en mil pedazos.
El niño se enfrentó al ogro y gritó: -Si lo intentas, te destrozaré igual que a esta piedra.
Al decir esto, el niño agarró el queso blando y lo apretó con fuerza. El queso se deshizo en su mano salpicándolo todo y el chorro más grande fue a dar en el único ojo del ogro.
¡Está bien! ¡Está bien! -gritó el ogro-. Me rindo. ¡No me aplastes como a la piedra! Puedes cortar todos los árboles que quieras, o te los cortaré yo, si prefieres, y te llevaré a casa los troncos. Desde ese día, el ogro se encargó de que la anciana y su familia tuvieran toda la leña que necesitaban.













La gallina de los huevos de oro
Había una vez un granjero muy pobre llamado Eduardo, que se pasaba todo el día soñando con hacerse muy rico. Una mañana estaba en el establo -soñando que tenía un gran rebaño de vacas- cuando oyó que su mujer lo llamaba.
La gallina de los huevos de oro
¡Eduardo, ven a ver lo que he encontrado! ¡Oh, éste es el día más maravilloso de nuestras vidas!
Al volverse a mirar a su mujer, Eduardo se frotó los ojos, sin creer lo que veía. Allí estaba su esposa, con una gallina bajo el brazo y un huevo de oro perfecto en la otra mano. La buena mujer reía contenta mientras le decía:
No, no estás soñando. Es verdad que tenemos una gallina que pone huevos de oro. ¡Piensa en lo ricos que seremos si pone un huevo como éste todos los días! Debemos tratarla muy bien. Durante las semanas siguientes, cumplieron estos propósitos al pie de la letra. La llevaban todos los días hasta la hierba verde que crecía ¡unto al estanque del pueblo, y todas las noches la acostaban en una cama de paja, en un rincón caliente de la cocina. No pasaba mañana sin que apareciera un huevo de oro. Eduardo compró más tierras y más vacas. Pero sabía que tenía que esperar mucho tiempo antes de llegar a ser muy rico.
Es demasiado tiempo -anunció una mañana-,Estoy cansado de esperar. Está claro que nuestra gallina tiene dentro muchos huevos de oro. ¡Creo que tendríamos que sacarlos ahora!
Su mujer estuvo de acuerdo. Ya no se acordaba de lo contenta que se había puesto el día en que había descubierto el primer huevo de oro. Le dio un cuchillo y en pocos segundos Eduardo mató a la gallina y la abrió. Se frotó otra vez los ojos, sin creer lo que estaba viendo. Pero esta vez, su mujer no se rió, porque la gallina muerta no tenía ni un solo huevo.

La gallina de los huevos de oro

¡Oh, Eduardo! -gimió- ¿Por qué habremos sido tan avariciosos? Ahora nunca llegaremos a ser ricos, por mucho que esperemos. Y desde aquel día, Eduardo ya no volvió a soñar con hacerse rico.







1 comentario:

  1. Gracias por este espacio, es muy importante para que los niños empiecen a amar la lectura, ya que es un hábito que se ha ido perdiendo.

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