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miércoles, 9 de abril de 2014

CUENTOS TERCERO PRIMARIA



El lobo y las 7 cabritillas




Erase una vez una vieja cabra que tenía siete cabritas, a las que quería tan tiernamente como una madre puede querer a sus hijos. Un día quiso salir al bosque a buscar comida y llamó a sus pequeñitas. “Hijas mías,” les dijo, “me voy al bosque; mucho ojo con el lobo, pues si entra en la casa os devorará a todas sin dejar ni un pelo. El muy bribón suele disfrazarse, pero lo conoceréis enseguida por su bronca voz y sus negras patas.” Las cabritas respondieron: “Tendremos mucho cuidado, madrecita. Podéis marcharos tranquila.” Despidió la vieja con un balido y, confiada, emprendió su camino.

No había transcurrido mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y una voz dijo: “Abrid, hijitas. Soy vuestra madre, que estoy de vuelta y os traigo algo para cada una.” Pero las cabritas comprendieron, por lo rudo de la voz, que era el lobo. “No te abriremos,” exclamaron, “no eres nuestra madre. Ella tiene una voz suave y cariñosa, y la tuya es bronca: eres el lobo.” Fuese éste a la tienda y se compró un buen trozo de yeso. Se lo comió para suavizarse la voz y volvió a la casita. Llamando nuevamente a la puerta: “Abrid hijitas,” dijo, “vuestra madre os trae algo a cada una.” Pero el lobo había puesto una negra pata en la ventana, y al verla las cabritas, exclamaron: “No, no te abriremos; nuestra madre no tiene las patas negras como tú. ¡Eres el lobo!” Corrió entonces el muy bribón a un tahonero y le dijo: “Mira, me he lastimado un pie; úntamelo con un poco de pasta.” Untada que tuvo ya la pata, fue al encuentro del molinero: “Échame harina blanca en el pie,” díjole. El molinero, comprendiendo que el lobo tramaba alguna tropelía, negó al principio, pero la fiera lo amenazó: “Si no lo haces, te devoro.” El hombre, asustado, le blanqueó la pata. Sí, así es la gente.

Volvió el rufián por tercera vez a la puerta y, llamando, dijo: “Abrid, pequeñas; es vuestra madrecita querida, que está de regreso y os trae buenas cosas del bosque.” Las cabritas replicaron: “Enséñanos la pata; queremos asegurarnos de que eres nuestra madre.” La fiera puso la pata en la ventana, y, al ver ellas que era blanca, creyeron que eran verdad sus palabras y se apresuraron a abrir. Pero fue el lobo quien entró. ¡Qué sobresalto, Dios mío! ¡Y qué prisas por esconderse todas!  Se metió una debajo de la mesa; la otra, en la cama; la tercera, en el horno; la cuarta, en la cocina; la quinta, en el armario; la sexta, debajo de la fregadera, y la más pequeña, en la caja del reloj. Pero el lobo fue descubriéndolas una tras otra y, sin gastar cumplidos, se las engulló a todas menos a la más pequeñita que, oculta en la caja del reloj, pudo escapar a sus pesquisas. Ya ahíto y satisfecho, el lobo se alejó a un trote ligero y, llegado a un verde prado, se recostó  a dormir a la sombra de un árbol.

Al cabo de poco regresó a casa la vieja cabra. ¡Santo Dios, lo que vio! La puerta, abierta de par en par; la mesa, las sillas y bancos, todo volcado y revuelto; la jofaina, rota en mil pedazos; las mantas y almohadas, por el suelo. Buscó a sus hijitas, pero no aparecieron por ninguna parte; llamándolas a todas por sus nombres, pero ninguna contestó. Hasta que menciono una a la vez a la última, la cual, con vocecita queda, dijo: “Madre querida, estoy en la caja del reloj.” Sacó la cabra, y entonces la pequeña le explicó que había venido el lobo y se había comido a las demás. ¡Imaginad con qué desconsuelo lloraba la madre la pérdida de sus hijitas!

Cuando ya no le quedaban más lágrimas, salió al campo en compañía de su pequeña, y, al llegar al prado, vio al lobo dormido debajo del árbol, roncando tan fuertemente que hacía temblar las ramas. Al observarlo de cerca, pareció que algo se movía y agitaba en su abultada barriga. ¡Válgame Dios! pensó, ¿si serán mis pobres hijitas, que se las ha merendado y que están vivas aún? Y envió a la pequeña a casa, a toda prisa, en busca de tijeras, aguja e hilo. Abrió la panza al monstruo, y apenas había empezado a cortar cuando una de las cabritas asomó la cabeza. Al seguir cortando saltaron las seis afuera, una tras otra, todas vivitas y sin daño alguno, pues la bestia, en su glotonería, las había engullido enteras. ¡Allí era de ver su regocijo! ¡Con cuánto cariño abrazaron a su mamá, brincando como sastre en bodas! Pero la cabra dijo: “Traedme ahora piedras; llenaremos con ellas la panza de esta condenada bestia, aprovechando que duerme.” Las siete cabritas corrieron en busca de piedras y las fueron metiendo en la barriga, hasta que ya no cupieron más. La madre cosió la piel con tanta presteza y suavidad, que la fiera no se dio cuenta de nada ni hizo el menor movimiento.

Terminada ya su siesta, el lobo se levantó, y, como los guijarros que le llenaban el estómago le diesen mucha sed, encaminándose a un pozo para beber. Mientras andaba, moviéndose de un lado a otro, los guijarros de su panza chocaban entre sí con gran ruido, por lo que exclamó:
“¿Qué será este ruido
que suena en mi barriga?
Creí que eran seis cabritas,
mas ahora me parecen chinitas.”
Al llegar al pozo e inclinarse sobre el brocal, el peso de las piedras lo arrastró y lo hizo caer al fondo, donde se ahogó miserablemente. Viéndolo las cabritas, acudieron corriendo y gritando jubilosas: “¡Muerto está el lobo! ¡Muerto está el lobo!” Y, con su madre, se pusieron  a bailar en corro en torno al pozo.








La madre tierra.


La tierra es el primer elemento, y eso la hace muy importante. Los griegos y los romanos pusieron nombre a nuestro planeta en su honor, y en la Edad Media se la consideraba el elemento central de los cuatro –los otros tres son agua, aire y fuego–. No es extraño que muchas culturas la adoraran como madre primigenia y fuente de toda vida. Cada cultura le atribuyó un nombre propio: era Guía para los griegos, Ishtar en Babilonia y Pithivi para los hindúes. Pueblos de todo el mundo, desde América hasta Japón, desde Escandinavia hasta Nueva Zelanda, creían que la tierra era nuestra madre, y el cielo nuestro padre. Sin embargo, los egipcios tenían un dios de la tierra, Geb, y una diosa del cielo, Nut.

Tanto las mujeres que iban a dar a luz como las que querían tener hijos se acercaban a la tierra para hermanarse con su fertilidad. Hasta hace poco, en una región italiana se acostaba a los recién nacidos sobre la tierra en cuanto habían sido bañados y vestidos. Era una forma de mostrar que todos los seres vivos provienen de la tierra.

Todo lo que comemos viene directamente de la tierra o de animales que se alimentan de sus frutos. Incluso las aves del cielo y los peces del mar necesitan alimentos provenientes de la tierra. Y, sin embargo, poco a poco nos hemos ido olvidando de que la tierra es la madre de todos nosotros.







Que viene el lobo

Erase una vez un pastorcillo que cuidaba las ovejas de todo el pueblo. Algunos días era agradable permanecer en las colinas y el tiempo pasaba muy de prisa. Otros, el muchacho se aburría; no había nada que hacer salvo mirar cómo pastaban las ovejas de la mañana a la noche.
Un día decidió divertirse y se subió sobre un risco que dominaba el pueblo.
-¡Socorro! -gritó lo más fuerte que pudo- ¡Que viene el lobo y devora las ovejas!

que viene el lobo

En cuanto los del pueblo oyeron los gritos del pastorcillo, salieron de sus casas y subieron corriendo a la colina para ayudarle a ahuyentar al lobo... y lo encontraron desternillándose de risa por la broma que les había gastado. Enfadados, regresaron al pueblo y el chico, todavía riendo, volvió de nuevo a apacentar las ovejas.
Una semana más tarde, el muchacho se aburría de nuevo y subió al risco y gritó:
-¡Socorro! ¡Que viene el lobo y devora las ovejas!
Otra vez los del pueblo corrieron hasta la colina para ayudarle. De nuevo lo encontraron riéndose de verles tan colorados y se enfadaron mucho, pero lo único que podían hacer era soltarle una regañina.
Tres semanas después el muchacho les gastó exactamente la misma broma, y otra vez un mes después, y de nuevo al cabo de unas pocas semanas.
-¡Socorro! -gritaba- ¡Que viene el lobo y devora las ovejas!
Los buenos vecinos siempre se encontraban al pastorcillo riéndose a carcajada limpia por la broma que les había gastado.
Pero... un día de invierno, a la caída de la tarde, mientras el muchacho reunía las ovejas para regresar con ellas a casa, un lobo de verdad se acercó acechando al rebaño.

vino el lobo

El pastorcillo se quedó aterrado. El lobo parecía enorme a la luz del crepúsculo y el chico sólo tenía su cayado para defenderse. Corrió hasta el risco y gritó:
-¡Socorro! ¡Que viene el lobo y devora las ovejas!
Pero nadie en el pueblo salió para ayudar al muchacho, porque nadie cree a un mentiroso, aunque alguna vez diga la verdad.
-Nos ha gastado la misma broma demasiadas veces -dijeron todos- Si hay un lobo esta vez, tendrá que comerse al muchacho. Y así ocurrió.











EL CAMALEÓN REY  DEL DESIERTO







Cuentan por ahí que un grupo de animales se reunió en medio del desierto para organizar un concurso. Allí estaban un águila, un juancito, una iguana, una tarántula, una culebra y un camaleón; todos tan ansiosos que nadie paraba de hablar, hasta que el águila se subió a un sahuaro y les dijo:
–¡Ey, animales! Vamos a iniciar el concurso. Veremos quién es el más listo, cuando yo dé la orden, todos corren a esconderse, luego los voy a buscar y al que encuentre al último será el ganador.
–¿Y cuál va a ser el premio? –preguntó la iguana.
–Una corona –contestó el juancito–. El ganador la llevará para siempre, así todos sabremos que por ser el más listo, es el rey del desierto.
Así, el águila les dijo:
–Voy a cerrar los ojos y a contar hasta diez. Luego empezaré a buscarlos.
¡Uno, dos, tres..!
Todos los animales corrieron a esconderse donde según ellos nadie los encontraría. Unos hacían hoyos en la arena, otros detrás de las biznagas y otros entre las piedras. Por fin el águila terminó de contar y comenzó a buscar; a la primera que encontró fue a la culebra.
–¡Ya te vi culebra, sal de ahí!
–¡Ay, no! Por favor, deja que me vuelva a esconder. ¡Todos van a decir que soy una mensa! –gritó la culebra.
–Ni modo, ya perdiste –le contestó el águila y siguió buscando a los demás.
Así encontró a la iguana trepada en una piedra, al juancito en un hoyo y a la tarántula entre las biznagas.
–Bueno –dijo el águila– como la tarántula fue la última en aparecer es la ganadora.
Todos aplaudieron y estuvieron de acuerdo, menos la culebra. Iban a ponerle la corona a la tarántula cuando de pronto se escuchó un silbido.
–A mi ni me vean! –dijo la culebra–. Seré envidiosa pero no sé chiflar...
–¡Oigan, aquí falta alguien! –interrumpió el juancito ¿Dónde está el camaleón?
–¡Sí, es cierto! ¿Dónde estará? –se preguntaron unos a otros.
–¡ Fiiiiuu! –chifló el camaleón– Aquí estoy, en medio de ustedes.
–¿Pero, como le hiciste? –le dijo la tarántula.
–Lo único que hice fue quedarme parado y como vi que todos se escondieron muy rápido me dio tanta vergüenza que empecé a ponerme de varios colores, hasta que me quedó del color de la tierra.
–¡Ah no! –protestó la culebra– Él no puede ser el ganador, aunque haya aparecido al último, ni siquiera buscó dónde meterse.
–¡Sí, sí! No se vale! –gritaron los otros animales.
–¡A ver, silencio! –dijo el águila– Como nadie está conforme, que el camaleón nos demuestre cómo le hizo, así veremos si le corresponde el triunfo o no.
Entonces, todos los animales se pusieron muy contentos y en sus meras narices vieron cómo desapareció el camaleón.
–¡Ohhh!¡Ahh! ¿Dónde está? –se decían.
–Estoy en medio de ustedes. No me he movido. Fíjense, voy a abrir un ojo para que me vean.
–¡Es cierto, allí está! –gritó la iguana muy sorprendida, mientras los demás animales aplaudían.
–¡Guácala! –protestó la culebra – ¡Tramposos! ¡Ya no juego! Y se fue del lugar haciendo gestos y muecas.
Desde entonces el camaleón cambia de color nada más oye o ve algo, pues teme que la culebra quiera robarle su corona. Por el contrario, la envidiosa culebra ve a alguien y saca la lengua, pues sigue resentida con todos los animales.











La luna y el lago


La luna y el lago
Era una vez un lugar en donde casi siempre había problemas entre los animales. Se peleaban,Normalmente, después de pelearse los animales volvían a hacerse amigos. Se tumbaban al sol y eran tan amables entre ellos como podían. Pero entonces, cuando todo estaba tranquilo y en paz, el conejo se aburría.
-¡Me aburro! ¡Me aburro! ¡Me aburro! -decía un día, mientras charlaba con su amiga tortuga-. Ya va siendo hora de que ocurra algo divertido.
-Eres la criatura más traviesa de todo Alabama, hermano conejo -decía la tortuga-. Pero la vida nunca es aburrida cuando tú tramas algo. ¿Qué estás planeando ahora?
El conejo parecía sorprendido.
-¿Quién ha dicho que voy a hacer alguna travesura? Sólo estaba sugiriendo un día de pesca en el viejo lago. Trae mañana por la noche al zorro, al oso y al lobo. Si algo sucede, observa y escucha.
-Allí estaré -rió maliciosamente la tortuga-. ¡No me lo perdería por nada del mundo!
Mientras el conejo se marchaba, la tortuga comenzó su lento caminar hacia el lago. "Si salgo ahora", pensó, "habré llegado allí mañana por la noche".
Los cinco animales fueron al lago la noche siguiente. El zorro llevó los aparejos de pescar, el oso una red y el lobo se llevó algo de cebo.
Pero el conejo había sido el primero en llegar y esperaba, sentado en un tronco, a la orilla del lago.
-Muy mal -dijo el conejo a los animales-. Hemos perdido el tiempo.
-¿Qué? ¿Por qué? Los animales se abrieron paso a través de la alta hierba hasta el borde del lago.
-¿Qué pasa, hermano conejo? -Ha habido un accidente -explicó-. Os lo habéis perdido. La Luna se acaba de caer en el lago. Bien, tendremos que regresar a casa.
-¿Que la Luna se ha caído en el lago?
-¡Sí! Si no me creéis, id a comprobarlo vosotros mismos.
El zorro, el oso y el lobo miraron hacia el lago. Era verdad. Allí estaba la Luna, meciéndose y tambaleándose en el fondo.
-Yo que quería pescar algunas percas... -dijo el zorro.
-Y yo un lucio... -comentó el oso. -Y yo una trucha para cenar -añadió el lobo.
-Y yo que venía a por algunos barbos... -exclamó la tortuga.
¿A por qué venías tú, hermano conejo?
Entonces, las dos criaturas se guiñaron un ojo.
-Es decepcionante -dijo el conejo-. Nadie pescará nada aquí esta noche, a menos que saquemos la Luna. Asustará a todos los peces del lago.
Todos se rascaron la cabeza y esperaron a que el conejo tuviera una buena idea. El siempre estaba lleno de buenas ideas.
-¡Ya lo tengo! -dijo al fin-. Iré corriendo a casa de la tortuga de la ciénaga y pediré prestada una red. Una red fuerte y grande para pescar la Luna. Es de plata maciza, como sabéis. Esperadme. No hagáis nada hasta que vuelva.
La luna y el lago

Y con un destello de su rabo blanco, el conejo se marchó.

Al menos, parecía que se había ido. Sólo la tortuga advirtió las puntas de dos orejas sobresaliendo por encima de un arbusto cercano.
-Plata maciza... -dijo con retintín-Imaginaos lo que puede valer.-dijo la tortuga.

Mientras tanto, el oso había ido a por su red.
-¡Rápido! ¡Antes de que el conejo vuelva! Vamos a sacar la Luna y a repartírnosla entre nosotros.
El zorro y el lobo miraron ansiosos, mientras el oso corrió a por la Luna. Al principio pensaron que iba a ser capaz de sujetarla con su zarpa. Pero cuando cayó con toda su tripa en el agua, la Luna pareció hundirse más hondo en el lago.
-Esto no funciona -dijo-. Tendré que usar la red.
Como no querían mojarse las patas, permanecieron en la orilla y tiraron la red sobre la centelleante Luna y luego la remolcaron hasta la ribera.
Pero no había ninguna Luna en la red.
De nuevo la arrojaron y otra vez salió completamente vacía.
-No la tiramos suficientemente lejos -dijo el zorro-. Si nos metemos todos en el agua, seremos capaces de echar la red por encima de la Luna.
Lo intentaron de esta manera, mientras el lobo se quejaba del frío.
-¡Esta vez ya la tenemos!
Pero, de nuevo, no había ninguna luna en la red.
En aquel momento, el lobo resbaló y se hundió en las profundidades del agua, arrastrando consigo la red. El zorro y el oso, que también la sujetaban, se hundieron tras él.
Coincidiendo con el chapuzón, el reflejo plateado de la Luna en el fondo del lago saltó en mil pedazos, y desapareció.
Escupieron, resoplaron, chapotearon y aullaron. El conejo se reía tanto que salió rodando de detrás de los arbustos. Y la tortuga escondió su cabeza dentro de la concha para que nadie viera su risa burlona.
Cuando llegaron a la orilla, el oso, el zorro y el lobo seguían discutiendo y peleándose:
-¡Tú me empujaste!
-¡Tendrías que haberla soltado!
-¿De quién fue la idea?
-¡Se rne ha metido barro en las botas!
El conejo sonrió. "Esto sí que está bien; así la vida es más divertida", pensó. Al instante se acercó a la orilla y ayudó a los empapados animales a salir del lago, uno tras otro. Tanta amabilidad les confundió. Le miraron con desconfianza y por fin comprendieron que les había tomado el pelo.

La luna y el lago

-Maldito conejo -dijo el lobo, mirando a la Luna.
-No me habías dicho qué es lo que querías pescar esta noche, hermano conejo -se rió la tortuga.
-¿No te lo había dicho? -contestó el conejo-. Bien, pensé que podía pescar un tonto o dos. Puse el cebo de la Luna... ¡y menudo éxito he tenido!











Los gorros colorados
Había una vez un hombre que tenía cincuenta gorros colorados. Su mujer los puso en una bolsa y lo despidió para que fuera a venderlos en la feria.
Anduvo por un camino polvoriento hasta llegar a un bosque. Se sentía tan fresco debajo de los árboles que el hombre tiró la bolsa al suelo y se sentó a descansar. Entonces le entró sueño; sacó uno de los gorros de la bolsa, se lo puso, se apoyó en un árbol y se quedó dormido.
Pero el hombre ignoraba que en el bosque vivía una cuadrilla de monos. Después de un rato, un mono viejo se bajó de un árbol y se acercó al hombre dormido.
Con mucho cuidado, fue tirando de un gorro hasta sacarlo de la bolsa y se lo puso en la cabeza. Luego volvió a trepar al árbol y se sentó en una rama, riéndose. Ya sabéis que a los monos les gusta imitar a las personas.
Al ver lo que había hecho el mono viejo, un monito bajó saltando del árbol. Se acercó con mucho sigilo al hombre, tomó un gorro y regresó al árbol. Lo mismo hicieron otros compañeros del monito con una rapidez increíble. Así que pronto hubo cuarenta y nueve monos subidos a los árboles, parloteando y riéndose. ¡Y todos se habían puesto el gorro colorado en la cabeza! Los monos hacían tanto ruido que el hombre se despertó y vio que la bolsa estaba vacía.
-¿Y ahora qué voy a hacer? -gritó-. ¿Qué le diré a mi mujer cuando llegue a casa sin dinero... y sin los gorros?
Estaba tan enfadado por haberse dormido que se arrancó el gorro y lo tiró al suelo, enfurecido.

Los cuarenta y nueve monos que estaban sentados en los árboles vieron lo que había hecho. Así que, todos a la vez, también se quitaron los gorros y los tiraron al suelo.
El hombre no podía creer lo que veía. Pero estaba muy contento de la suerte que había tenido. Recogió los cincuenta gorros, los volvió a poner en la bolsa y, echándosela al hombro, se marchó a venderlos en la feria.













El canto de las ballenas.


La abuela de Lilly le contó una historia.
–Alguna vez –dijo–, el océano estuvo lleno de ballenas. Eran tan grandes como las colinas y tan apacibles como la luna. Eran las criaturas más maravillosas que puedes imaginar.
Lilly se acomodó en las piernas de su abuela y ella siguió contando:
–Yo acostumbraba sentarme al final del muelle a esperar a las ballenas. Algunas veces, pasaba ahí todo el día y toda la noche. Súbitamente las veía venir desde muy lejos nadando hacia el muelle. Se deslizaban por el agua como si estuvieran bailando.
–¿Pero cómo sabían las ballenas que tú estabas allí, Abuela? –preguntó Lilly–.¿Cómo podían encontrarte?
La abuela sonrió.
–Bueno, tenías que ofrecerles algo muy especial. Un caracol perfecto. O una hermosa piedra. Y si tú les agradabas, las ballenas se llevaban tu regalo y te daban algo a cambio.
–¿Qué te regalaban, Abuela? –preguntó Lilly– ¿Qué te ofrecían las ballenas a ti?
La abuela suspiró. –Una o dos veces –dijo en voz baja–, una o dos veces, las oí cantar.
De pronto, el tío Federico entró al salón.
–¿Qué tonterías andas diciendo? ¡Chocheras de vieja! –exclamó–. Las ballenas eran importantes por su carne, por sus huesos y por su grasa. Si vas a contarle algo a Lilly, cuéntale algo útil. Deja de llenarle la cabeza de necedades. Ballenas cantando, 
La abuela continuó: –Las ballenas vivían aquí millones de años antes de que existieran barcos y ciudades. La gente solía decir que las ballenas eran mágicas.
–Lo que la gente hacía era comérselas y cocinarlas para obtener su grasa –gruñó el tío Federico y dando la vuelta, salió al jardín.
Esa noche, Lilly soñó con las ballenas. En sus sueños las vio tan grandes como las colinas y más azules que el cielo. En sus sueños, las oyó cantar y sus voces eran como el viento. En sus sueños, las ballenas saltaron del agua y la llamaron por su nombre.
A la mañana siguiente, Lilly bajó sola al mar. Caminó hasta el final del viejo muelle donde las aguas estaban quietas. Tomó de su bolsillo una flor amarilla y la dejó caer. –Esto es para ustedes –gritó al aire.









Los tres deseos.





Había una vez un leñador que fue al bosque a cortar un viejo árbol. En el viejo árbol vivía un duende, quien le pidió que no cortara el árbol.
El leñador decidió no cortar el árbol.
El duende agradecido, le dijo:
–Les cumpliré tres deseos a ti y a tu esposa.
El leñador fue corriendo a contarle a su esposa.
La mujer se puso tan contenta que olvidó preparar la comida.
Después el leñador dijo:
–Me gustaría comer una gran salchicha. Entonces una gran salchicha apareció sobre la mesa.
La mujer enojada le dijo:
–¡Ojalá que la salchicha se te pegara en la nariz!
Y la salchicha se le pegó a la nariz.
El leñador dijo:
–¡Que la salchicha se me despegue de la nariz!
Y la salchicha cayó.
Después, los dos se quedaron callados.
Por discutir, perdieron las tres oportunidades.
Entonces, se pusieron a comer la gran salchicha.
¡Fue lo único que obtuvieron!










El señor de los siete colores. 


Pues señor, cuentan los que lo vieron, que hace mucho tiempo el arco iris era un señor muy pobre. Tan pobre que no tenía ni ropa para ponerse.
Su desnudez le apenaba mucho y decidió un día buscar una solución. Pero no se le ocurría nada y decía:
¿De dónde voy a sacar yo ropa?
Y se ponía aún más triste.
Un día brilló en el cielo un gran relámpago, y el señor decidió ir a visitarle.
–Tal vez él pueda ayudarme.
Así que se puso en camino y, después de varios días de viaje, llegó ante él.
Mientras le contaba sus penas, el relámpago le miraba con tristeza y parecía estar muy pensativo.
Hasta que habló:
–Grande es mi poder, pero no tanto como para darte ropa. Sin embargo, tu historia me ha conmovido y por eso te voy a hacer un regalo.
Y siguió hablando:
–Te voy a dar estos siete colores. Con ellos podrás pintarte el cuerpo y te vestirás para siempre.
El hombre pobre sonrió.
–Además –siguió el relámpago–, aparecerás ante la gente después de las tempestades y anunciarás la llegada del sol. La gente te querrá y te mirará con asombro.
Y así fue como, a partir de ese momento, el arco iris se le llamó el Señor de los Siete Colores.
Y, como me lo contaron, te lo cuento.









Gol de Federico


Rápido, cada vez más rápido, Federico corría detrás de la pelota.
Al conejo Federico le gustaba el fútbol más que todo en el mundo. Podía jugar el día entero sin cansarse nunca.
-Federico, entra -llamó su mamá-. Debes vestirte para el cumpleaños de tu hermana.

Gol de Federico
-¡Rayos! -exclamó Federico.
Era lo último que quería hacer.
-¡Mira como estás! -lo reprendió doña Coneja-. Sube inmediatamente a tu cuarto y ponte ropa limpia. Los invitados están por llegar.
Federico vio que su madre estaba poniendo las velas en el pastel de cumpleaños de Liza. También había comprado un pastel de café. "Comeré de ese pastel", se dijo decidido.
Federico todavía estaba furioso por haber tenido que dejar su juego favorito.
-Esta fiesta sería mucho más divertida si jugáramos al fútbol en vez de cantar esas estúpidas canciones -rezongó-. Seguro que jugaremos a esas estúpidas sillas musicales o le pondremos la estúpida cola al estúpido burro.
Federico se demoró lo más que pudo en vestirse con ropa limpia. Fue el último en llegar.
Después de que todos cantaron Feliz Cumpleaños, mamá Coneja comen/ó a repartir el pastel. -Yo quiero pastel de café -dijo Federico.
-No, no comerás pastel de café -elijo mamá Coneja-. Es para los grandes. El pastel de cumpleaños es para los niños.
-¡Pero yo no quiero pastel de cumpleaños! ¡Yo quiero pastel de café! -gritó Federico, con una verdadera pataleta.
-¡No! -repitió su mamá.
Federico estaba tan enojado que no se pudo contener. Hizo entonces algo horrible.
-Si yo no puedo comer, nadie comerá -dijo, y ¡escupió sobre el pastel!

Escupe sobre la tarta de cumpleaños



¡Eso fue el acabase! Esta vez sí que Federico se había metido en un tremendo lío.
-Federico, ¿cómo pudiste hacer eso? -exclamó mamá Coneja espantada- ¡Sube al altillo inmediatamente! ¡Más tarde me ocuparé de ti!
Las mejillas de Federico ardían mientras subía las escaleras. Pero realmente no le importaba. El altillo era el taller donde los conejos decoraban los huevos de Pascua. Una habitación grande y agradable, perfecta para jugar a la pelota.
De pronto, Federico oyó unos gritos estremecedores que llegaban desde afuera. A lo lejos escuchó un canto aterrador.

Los zorros

¡Hop, hop, hop! Conejitos hop. Somos tres zorros amigos que a buscar hemos llegado los más tiernos conejitos para un delicioso asado. ¡Hop, hop, hop! Conejitos hop.
Federico miró por la ventana, y vio tres zorros grandes y salvajes.
¡Ahora estaban todos en terribles problemas!

Se esconden de los zorros

Abajo, conejos, conejas y conejitos lloraban y temblaban, cerraron las ventanas y echaron cerrojos a las puertas.
Luego todos bajaron al sótano, que era el lugar más seguro.
Y con tanto alboroto, nadie se acordó de Federico.
¡Rápido! Había que pensar en hacer algo. Federico tomó un enorme canasto lleno de huevos y lo arrojó por la ventana.
En ese momento, los zorros llegaban corriendo dispuestos al ataque. Pero tropezaron, cayeron y chocaron entre ellos en la resbaladiza mazamorra de los huevos rotos.

resbalan en los huevos

I.os salvajes animales no estaban preparados para esto. Maltrechos y cubiertos de claras y yemas, miraron hacia arriba y vieron a Federico, que reía a carcajadas en la ventana del altillo. Murmuraron algo y desaparecieron entre los arbustos.
Pronto los tres zorros volvieron con una escalera muy larga. Comenzaron a subir hacia la ventana del altillo.
Pero Federico estaba preparado. Había alineado todos los tarros de pintura, destinados a los huevos de Pascua, y los fue arrojando uno por uno sobre los zorros: primero el amarillo, luego el azul, enseguida el violeta, y finalmente un gran tarro de pintura color rojo brillante.

les tira pintura a los zorros
Esto fúe demasiado para los zorros. Furiosos volvieron a los arbustos.
-¡Victoria!-, gritó Federico, pateando su pelota de fútbol a través del cuarto.
Pero casi inmediatamente sintió unos fuertes golpes. Todo comenzó a temblar en el altillo.
;Qué estaba pasando ahora?
el chut de federico

¡Los zorros habían regresado! Y trataban de entrar derribando la puerta.
-¡Paf! ¡Paf! ¡Paf! Sin asado no nos dejarán.
Federico necesitaba ayuda. Pensó en Brutus, el toro que estaba en el galpón. ¡Pero el galpón estaba tan lejos!
"Sólo tengo una posibilidad", se dijo.
Federico puso su pelota de fútbol en el borde de la ventana. Este sería el tiro más importante de su vida.
Federico le dio con todo.
La pelota salió disparada y desapareció por la ventana abierta del galpón.
-Ja, ja, ja! ¡No nos dio! -rieron los zorros, dando otro fuerte golpe a la puerta.
...que cayó sobre el cerdo e hizo chillar de risa a los cerditos. Rieron con tantas ganas que volcaron el cubo de leche. La leche empapó completamente al cabrito.

¡Sacudiéndose y tratando de secarse, el cabrito despertó a las ovejas y las asustó tanto...
...que cayeron sobre la escalera, que tiró y desparramó los fardos de pasto...

...que fueron a caer sobre...

Brutas, el toro!
Brutus tenía un carácter terrible y no le gustaba que interrumpieran su siesta.
Resoplando, rompió el corral, echó abajo la puerta del galpón y salió.
Estaba tan furioso que nada podía detenerlo.
¡Había sólo una cosa que Brutus odiaba, más aún que el ser molestado mientras dormía la siesta, y eso era el color rojo!
Yeso fue, ni más ni menos, lo que vio cuando irrumpió en el patio...
...¡tres zorros rojos como carros de bomberos!

Brutus el toro

Brutus galopó tras ellos y los hizo aullar y correr despavoridos.
Federico sabía que esta vez los zorros se habían ido para siempre.
-¡Bien hecho, Brutus! -gritó desde la ventana- ¡Lo logramos!
El peligro había pasado. Los conejos salieron del sótano. Cuando descubrieron lo que Federico había hecho, lo aplaudieron emocionados. Y todos felices celebraron no solamente el cumpleaños de Liza sino también su buena suerte.
Liza les dijo a todos:

Todos felices



-Federico será el mejor futbolista del mundo. Nadie más habría podido disparar un tiro así.











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