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miércoles, 9 de abril de 2014

CUENTOS SEGUNDO PRIMARIA





El escondite de Cristina

Hoy es el primer día de colegio y Cristina está muy emocionada.
Lo tiene todo a punto: el uniforme, la cartera, el almuerzo...
¡Sólo le falta vestirse y ya estará a punto de ponerse en marcha!
Como tiene el pelo muy, muy rizado, sólo la peinan los días que cota lavarse el pelo.Después se le hacen esos rizos tan pequeños y cerrados, y por allí ¡no hay forma de pasar el peine!
Con la cartera al hombro y el uniforme puesto, Cristina entra en clase y...
-¡Ey! ¡Eres una escarola! La primera bromita sobre su pelo no ha tardado mucho. Se la ha hecho un niño con la cara llena de pecas, que a Cristina le recuerda un plato de arroz. Pero sólo le mira y no le dice nada. Enseguida entra la maestra y los hace sentar a todos.
A Cristina le toca la misma mesa que al niño pecoso, que está muy orgulloso con el estuche que lleva: lápices de todos los colores, gomas, sacapuntas... ¡No le falta nada! Están un buen rato dibujando hasta que, a la hora de terminar...
-¿Y mi goma? El niño de las pecas ha perdido la goma de borrar. Buscan y buscan, pero la goma no aparece. ¿Qué misterio no? Como no quieren perder el tiempo de recreo, deciden salir y seguir buscando después de jugar.

Cristina en el recreo se lo está pasando muy bien con unas niñas, cuando de repente una le dice: -Y tú. ¿Por qué llevas una col en la cabeza? Todas ríen, pero a Cristina no le hace ninguna gracia. Sólo la mira y no le dice nada. Cuando la maestra les llama para volver a entrar y las niñas se levantan para ir hacia dentro, la bromista hecha de menos una pinza del pelo. Entre todas miran y remiran, pero la pinza no aparece. ¡Qué misterio!
Mientras entran en clase, Cristina choca sin querer con otra niña que, al mirarse, toda enfadada, le dice:
-¡Ep! Vigila, que con esta esponja gigante que tienes por pelo ¡no pasamos las dos a la vez!
Del encontronazo, a la niña se le cae un muñequito que llevaba en el bolsillo, pero no se da cuenta. Cristina la deja pasar sin contestarle, pero empieza a estar harta de tanta bromita...
La clase continúa y aún le faltan algunas más, pero Cristina no tiene ganas de pelearse con nadie. Sólo quiere que llegue la hora de irse a casa para hacerse una cola. Finalmente llega el momento de irse.

Al llegar a casa, Cristina se va directamente al lavabo y coge una goma de pelo para recogérselo, pero antes-Mirándose al espejo con sonrisa de traviesa, se sacude el pelo, como hacen los perros cuando están mojados y... la goma, la pinza, un pendiente, la muñequita,unos caramelos, una canica...
¡Una lluvia de objetos cae de entre aquellos rizos que tanta gracia han hecho en la escuela! Cristina sonríe y se recoge el pelo para salir a jugar.






 

El caballito de siete colores, rincón de lecturas de sallita

El caballito de siete colores.

Hace tiempo había un rey y su esposa. Eran felices, porque sus tres hijas eran nobles de corazón.
Las princesas vivían con libertad, pues nadie les haría daño. Pero un día, cuando paseaban, fueron secuestradas por unos forasteros que pidieron dinero para devolverlas con vida.
Las tropas del rey no pudieron rescatarlas. Así que el rey puso letreros que decían:
EL CABALLERO QUE RESCATE A LAS PRINCESAS SE CASARÁ CON UNA DE ELLAS Y SERÁ PRÍNCIPE.
Aunque muchos jóvenes querían ser príncipes, nadie se atrevía a penetrar en el bosque.
Tres hermanos muy humildes decidieron salvarlas, pero los dos mayores pensaron que el pequeño sería un estorbo, y lo dejaron en casa.
El rey les preguntó: —¿Qué necesitan?
Los muchachos dijeron: —Una bolsa de oro.
El rey se las dio, y ellos partieron al bosque.
Luego llegó el pequeño; le pidió al rey un costal de pan y una soga, y corrió tras los mayores gritándoles:
—¡Hermanitos, esperen y les doy pan!
Ellos aceleraban el paso, pero después de unos días vieron que el oro no les servía en el bosque, pues no había tiendas.
Para no morir de hambre, esperaron a su hermano y comieron de su pan. Luego, cuando el joven se durmió, le robaron el pan y continuaron su camino.
Pero él no se dio por vencido y los siguió.
El primero en llegar al pozo donde estaban las princesas fue el mayor. Pero no se atrevió a bajar. Tampoco el mediano.
Cuando el joven llegó lo convencieron, y lo bajaron con su soga. En el pozo había un hombre, pero el muchacho lo tomó por sorpresa y le pegó en la cabeza.
Amarró por la cintura a las princesas, y sus hermanos las fueron subiendo. Pero en lugar de sacar al pequeño, tiraron la soga al pozo.
Cuando vio a sus hijas, el rey se puso tan contento que decidió casar a los hermanos con dos de las princesas.
La más pequeña quiso explicarle lo que había sucedido, pero el rey, con la emoción, ni la escuchaba.
Mientras tanto, en el pozo el joven lloraba. De repente se le apareció un caballito de siete colores que le ordenó:
—Arranca un pelo de cada color y te concederé siete deseos.
El joven tomó un pelo naranja y dijo: —¡Sácame de aquí!
Tomó el pelo azul y dijo: —¡Dame de comer!
Tomó el pelo amarillo y dijo: —¡Llévame al palacio!
Sus hermanos, temiendo que el rey se disgustara con ellos, ordenaron que no lo dejaran entrar. Entonces el muchacho tomó el pelo verde y dijo:
—¡Conviérteme en negrito!
Así pudo entrar, habló con la jovencita, y ella le contó todo a su padre, quien decidió encarcelar a los hermanos mayores. Pero el joven no quería lastimar a sus hermanos. Tomó el pelo morado y dijo:
—¡Caballito de siete colores, regrésame a como era!
Tomó el pelo rojo y dijo:
—¡Que el rey perdone a mis hermanos!
Por último tomó el pelo rosa y dijo:
—¡Que el rey deje que mis hermanos y yo nos casemos con las princesas!
¿Te gusta? El hermano menor era valiente, tenaz y de muy nobles sentimientos. Debemos ser como él.














Sudi y el tigre

Había una vez un pequeño indio llamado Sudi, a quien le encantaba gruñir a los tigres.
—Ten cuidado —le dijo su madre—. A los tigres no les gusta que les gruñan.
Pero a Sudi no le importaba y un día que su madre salió, fue a dar un paseo a ver si encontraba un tigre para gruñirle.
En cuanto apareció Sudi, el tigre saltó y gruñió: —Grr... Grrrr.... Y Sudi le contestó: —Grrrr.... Grrr... ¡EI tigre estaba enfadadísimo! "¿Qué se cree que soy?" —pensó— "¿Una ardilla? ¿Un conejo? ¿Un ratón?"
Así que al día siguiente, al ver acercarse a Sudi, saltó de detrás de un árbol y gruñió más fuerte que nunca. —Grrr... Grrrrrr...
—Tigre bonito... ¡Buen chico! —dijo Sudi, acariciándolo.
El tigre no pudo soportarlo y se alejó a afilar sus garras. Movía la cola y entre gruñido y gruñido repetía: —¡Soy un tigre! T -1 - G - R - E.
Entonces fue a beber al estanque. Cuando terminó, miró su reflejo en el agua. Era un hermoso tigre amarillo y cobrizo, con rayas negras y una cola muy larga. Gruñió otra vez, tan fuerte que llegó a asustarse a sí mismo. Salió corriendo. Al fin se detuvo.
"¿De qué huyo?" —pensó—. "Si he sido yo mismo. ¡Vaya, este chico me ha trastornado! ¿Por qué les gruñirá a los tigres?"
Al día siguiente, cuando pasó Sudi, lo detuvo.
—¿Por qué les gruñes a los tigres? —preguntó.


—Bueno —dijo Sudi—, en realidad, porque soy tímido. Y si les gruño a los tigres me siento mejor. No sé si me entiendes.
—¡Claro que te entiendo! —exclamó el tigre.
—Después de todo —siguió Sudi— los tigres son los animales más feroces del mundo y el que les gruñe es porque es valiente.
El tigre estaba encantado, y le gustaba que Sudi le respetara por ser también el un animal muy valiente.
Entonces le pregunto:
—¿Crees que los tigres somos más feroces que los leones?.
—¡Oh, sí! —contestó Sudi.
—¿Y los osos?
—Mucho más feroces.
El tigre ronroneó, amigable.
—Eres un buen chico —dijo, le lamió.

Después de eso, salían a pasear juntos con frecuencia y de vez en cuando se gruñían el uno al otro.












El avaro


Había una vez en una tierra muy lejana, un granjero que era muy avaro. Un día decidió vender todas las cosechas y productos de la granja para comprar un gran tesoro de oro, aunque su familia le rogó que no lo hiciera, que no podrían sobrevivir durante el invierno sin las cosechas, la carne y leche que habían producido los animales, pero sin hacerles caso, lo vendió todo y las monedas que le dieron las enterró en un gran cofre al lado de una vieja pared, e iba a verlo a diario. Uno de sus vecinos observó extrañado sus frecuentes visitas al lugar y decidió observar sus movimientos para intentar descubrir por qué hacía eso .

Pronto descubrió el secreto del tesoro escondido del avaro, y aprovechando que se fue a descansar se puso a cavar con mucha fuerza hacia abajo, hasta que llegó al tesoro, “que grande, este oro tiene que ser para mi” y se lo robó.
El avaro, en su siguiente visita, se encontró el hueco vacío y comenzó a  gritar, patalear, tirarse del pelo y decir todos los insultos que le venían y la cabeza, para al final ponerse a llorar desconsoladamente. Un vecino, al verlo se acercó para intentar ayudar a superar su dolor y le dijo: “No llore usted por la pérdida de ese oro que sólo contemplaba, coja  usted una piedra grande y bonita, la coloca en el agujero en el mismo sitio donde estaba el cofre del tesoro, y se hace la ilusión de que esa piedra es el oro, pues le hará exactamente el mismo servicio, porque cuando el oro estaba ahí, usted no hizo el menor uso del mismo y le da igual tener allí un gran tesoro o cualquier otra cosa ". Y diciendo esto se alejó dejando al avaro pensando en la razón que tenía su vecino.
El avaro estaba desolado ya que su familia no tenía nada para alimentarse, entonces dijo el menor de sus hijos, que era el más pillo:
- ¡Guardé algunos animales en un lugar alejado de la granja para que no pudieras venderlos!
Y con estos animales y volviendo las cultivar las tierras, pudieron sobrevivir, y el avaro entendió su gran error.










El león que no sabía leer, lectura

El león que no sabía leer

El león no sabía escribir. Pero eso no le importaba porque podía rugir y mostrar sus dientes. Y no necesitaba más.
Un día, se encontró con una leona.
La leona leía un libro y era muy guapa. El león se acercó y quiso besarla. Pero se detuvo y pensó: ―Una leona que lee es una dama. Y a una dama se le escriben cartas antes de besarla.― Eso lo aprendió de un misionero que se había comido. Pero el león no sabía escribir.
Así que fue en busca del mono y le dijo: ―¡Escríbeme una carta para la leona!―
Al día siguiente, el león se encaminó a correos con la carta. Pero, le habría gustado saber qué era lo que había escrito el mono. Así que se dio la vuelta y el mono tuvo que leerla.
El mono leyó: ―Queridísima amiga: ¿quiere trepar conmigo a los árboles? Tengo también plátanos. ¡Exquisitos! Saludos, León.―
―¡Pero noooooo!―, rugió el león. ―¡Yo nunca escribiría algo así!― Rompió la carta y bajó hasta el río.
Allí el hipopótamo le escribió una nueva carta.
Al día siguiente, el león llevó la carta a correos. Pero le habría gustado saber qué había escrito el hipopótamo. Así que se dio la vuelta y el hipopótamo leyó:
―Queridísima amiga: ¿Quiere usted nadar conmigo y bucear en busca de algas? ¡Exquisitas! Saludos, León.―
―¡Noooooo!―, rugió el león. ―¡Yo nunca escribiría algo así!― Y esa tarde, le tocó el turno al escarabajo. El escarabajo se esforzó tremendamente e incluso echó perfume en el papel.
Al día siguiente, el león llevó la carta a correos y pasó por delante de la jirafa.
―¡Uf!, ¿a qué apesta aquí?―, quiso saber la jirafa.
―¡La carta! –dijo el león–. ¡Tiene perfume de escarabajo!― ―Ah –dijo la jirafa–, ¡me gustaría leerla!―
Y leyó la jirafa: ―Queridísima amiga: ¿Quiere usted arrastrarse conmigo bajo tierra? ¡Tengo estiércol! ¡Exquisito! Saludos, León.―
―¡Pero noooooo! –rugió el león– ¡Yo nunca escribiría algo así!―
―¿No lo has hecho?―, dijo la jirafa.
―¡No! ―rugió el león― ¡Noooooo! ¡No! Yo escribiría lo hermosa que es. Le escribiría lo mucho que me gustaría verla. Sencillamente, estar juntos. Estar tumbados, holgazaneando, bajo un árbol. Sencillamente, ¡mirar juntos el cielo al anochecer! ¡Eso no puede resultar tan difícil!―
Y el león se puso a rugir. Rugió todas las maravillosas cosas que él escribiría, si supiera escribir.
Pero el león no sabía. Y, así, continuó rugiendo un rato.
―¿Por qué entonces no escribió usted mismo?―
El león se dio la vuelta: ―¿Quién quiere saberlo?― dijo.
―Yo― dijo la leona―.
Y el león, de afilados colmillos, contestó suavemente: ―Yo no he escrito porque no sé escribir.― La leona sonrió.









pato va en bici, rinconcitos

Pato va en bicicleta

Un día, el Pato, al ver la bicicleta que un niño había dejado, tuvo una idea: ―Seguro que yo sabría andar en una bicicleta―. Se acercó a ella, montó, y empezó a pedalear. Primero iba muy despacio, y se tambaleaba bastante, pero ¡era divertido!
El pato pasó en bicicleta por delante de la Vaca y la saludó.
―¡Hola, Vaca! –dijo al Pato.
–Muuu –contestó la Vaca. Pero en realidad pensó: ―¿Un pato en una bicicleta? ¡Jamás se ha visto!―
Luego pasó por delante de la Oveja.
–¡Hola, Oveja!– dijo el Pato.
–Beeee –contestó la Oveja. Pero en realidad pensó: ―Si no va con cuidado, se va a lastimar.―
El Pato cada vez manejaba mejor. Pasó por delante del Perro.
―¡Hola, Perro! –dijo el Pato.
–Guau –contestó el Perro. Pero en realidad pensó: ―¡Vaya travesura!―
Luego el Pato pasó por delante del Gato.
―¡Hola, Gato! ―dijo el Pato.
–Miau –contestó el Gato. Pero en realidad pensó: ―¡Qué manera de perder el tiempo!―
El Pato pedaleaba cada vez más rápido. Pasó por delante del Caballo.
¡Hola, Caballo! –dijo el Pato.
–Hiii –contestó el Caballo. Pero en realidad pensó: ―¡Todavía no eres tan rápido como yo!―
El Pato hizo sonar el timbre al acercarse a la Gallina.
―¡Hola, Gallina! –dijo el Pato.
–Coc, coc –contestó la Gallina. Pero en realidad pensó: ―¡Fíjate por dónde vas, Pato!―.
Luego el Pato encontró a la Cabra.
–¡Hola, Cabra! –dijo el Pato.
–Baaa– contestó la Cabra. Pero en realidad pensó: ―Me encantaría comerme esta bici.―
El pato pasó por delante de los Cerdos.
–¡Hola, Cerdos! –dijo el Pato.
–Oinc oinc –contestaron los Cerdos. Pero en realidad pensaron: ―Este Pato es un presumido―.
Luego el Pato pedaleó sin manos ante el Ratón.
―¡Hola, Ratón! –dijo el Pato.
–Yic yic –contestó el Ratón. Pero en realidad pensó: ―Me gustaría poder ir en bici como Pato.―
De pronto, llegó un grupo de niños y niñas en bicicleta. Venían tan de prisa que no vieron al Pato. Dejaron sus bicicletas cerca de la casa y entraron.
¡Había bicicletas para todos! Los animales iban y venían sin parar por el corral. ―¡Qué divertido!―, decían. ―¡Qué idea tan genial, pato!―.
Luego, dejaron las bicis en su sitio. Y nadie supo que esa tarde una vaca, una oveja, un perro, un gato, un caballo, una gallina, una cabra, dos cerdos, un ratón y un pato estuvieron montando en bici.










El hada del lago


Hace mucho, mucho tiempo, mucho antes incluso de que los hombres  llenaran la tierra y construyeran sus grandes ciudades , existía un lugar misterioso, un gran y precioso lago, rodeado de grandes árboles y  custodiado por un hada, al que todos llamaban la hada del lago. Era justa y muy generosa,  y todos sus vasallos estaban siempre dispuestos a servirla. Pero de pronto llegaron unos malvados seres que amenazaron el lago, sus bosques y a sus habitantes. Tal era el peligro, que el hada solicitó a su pueblo que se unieran a ella, pues había que hacer un peligroso viaje a través de ríos, pantanos y desiertos, con el fin de encontrar la Piedra de Cristal, que les dijo, era la única salvación posible para todos. 

El hada advirtió  que el viaje estaría plagado de peligros y dificultades, y de lo difícil que sería aguantar todo el viaje, pero ninguno se echó hacia atrás. Todos prometieron acompañarla hasta donde hiciera falta, y aquel mismo día, partió hacia lo desconocido con sus  80 vasallos 
más leales y fuertes.

Hada del Lago 

El camino fue mucho más terrible, duro y peligroso que lo predicho por el hada. Se tuvieron que  enfrentar a terribles bestias, caminaron día y noche y vagaron perdidos por un inmenso desierto, que parecía no tener fin, sufriendo el hambre y la sed. Ante tantas adversidades muchos se desanimaron y terminaron por abandonar el viaje a medio camino, hasta que sólo quedó uno, llamado Sombra. No era considerado como el más valiente del lago, ni el mejor luchador, ni tan siquiera el más listo o divertido, pero fielmente continuó junto a su hada sin desfallecer. Cuando ésta le preguntaba de dónde sacaba la fuerza para seguir y por qué no abandonaba como los demás, Sombra respondía siempre lo mismo "Mi señora, os prometí que os acompañaría a pesar de las dificultades y peligros, y éso es lo que hago. No me voy a ir a casa sólo porque que todo lo que nos advertiste haya sido verdad".

Gracias a su leal Sombra el hada pudo por fin encontrar la cueva donde se hallaba la Piedra de Cristal, pero dentro había un monstruoso Guardián, grande y muy poderoso que no estaba dispuesto a entregársela. Entonces Sombra, en un gesto más de la lealtad que le profesaba al hada, se ofreció a cambio de la piedra, y se quedó al servicio del monstruo por el resto de sus días.

La poderosa magia de la Piedra de Cristal hizo que el hada regresara al lago inmediatamente y así pudo expulsar a los seres malvados, pero cada noche lloraba la ausencia de su fiel Sombra, pues gracias a aquel desinteresado y generoso compromiso surgió un amor más fuerte que ningún otro. Y en su recuerdo, el hada quiso mostrar a todos lo que significaba el valor de la lealtad y el compromiso, y regaló a cada ser de la tierra su propia sombra durante el día; pero al llegar la noche, todas las sombras acuden el lago, donde consuelan y acompañan a su triste hada.















La gallina roja

Había una vez una gallina roja llamada Marcelina, que vivía en una granja rodeada de muchos animales. Era una granja muy grande, en medio del campo. En el establo vivían las vacas y los caballos; los cerdos tenían su propia cochiquera. Había hasta un estanque con patos y un corral con muchas gallinas. Había en la granja también una familia de granjeros que cuidaba de todos los animales.
Un día la gallinita roja, escarbando en la tierra de la granja, encontró un grano de trigo. Pensó que si lo sembraba crecería y después podría hacer pan para ella y todos sus amigos.
-¿Quién me ayudará a sembrar el trigo? les preguntó.
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, pues lo sembraré yo, dijo la gallinita.

Y así, Marcelina sembró sola su grano de trigo con mucho cuidado. Abrió un agujerito en la tierra y lo tapó. Pasó algún tiempo y al cabo el trigo creció y maduró, convirtiéndose en una bonita planta.
-¿Quién me ayudará a segar el trigo? preguntó la gallinita roja.
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, si no me queréis ayudar, lo segaré yo, exclamó Marcelina.

Y la gallina, con mucho esfuerzo, segó ella sola el trigo. Tuvo que cortar con su piquito uno a uno todos los tallos. Cuando acabó, habló muy cansada a sus compañeros:
-¿Quién me ayudará a trillar el trigo?
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, lo trillaré yo.

Estaba muy enfadada con los otros animales, así que se puso ella sola a trillarlo. Lo trituró con paciencia hasta que consiguió separar el grano de la paja. Cuando acabó, volvió a preguntar:
-¿Quién me ayudará a llevar el trigo al molino para convertirlo en harina?
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, lo llevaré y lo amasaré yo, contestó Marcelina.

Y con la harina hizo una hermosa y jugosa barra de pan. Cuando la tuvo terminada, muy tranquilamente preguntó:
- Y ahora, ¿quién comerá la barra de pan? volvió a preguntar la gallinita roja.
-¡Yo, yo! dijo el pato.
-¡Yo, yo! dijo el gato.
-¡Yo, yo! dijo el perro.
-¡Pues NO os la comeréis ninguno de vosotros! contestó Marcelina. Me la comeré yo, con todos mis hijos. Y así lo hizo. Llamó a sus pollitos y la compartió con ellos.













                     El niño que tenía miedo de todo y de nada

Había una vez un niñito miedoso, pero de verdad miedoso...Se llamaba Roberto. Les temía a los escarabajos y a las arañas. Sobre todo, le tenía mucho miedo a la oscuridad. ¡En la escuela, sus compañeros lo habían apodado ―Miedoberto― y todo el tiempo se burlaban de él.
Solo y sin nadie en quién confiar, Roberto se sentía triste. Cuando regresaba de la escuela, estallaba en llanto y le contaba a su madre las maldades que los otros niños le hacían.
Sus padres estaban desesperados, pero Roberto seguía con sus miedos. ¡Una sombra! ¡Eso sí que era peligroso! ¡Ese trozo de oscuridad que te persigue pisándote los talones todo el día! ¿De dónde viene? ¿Qué quiere? ¿Por qué no te deja en paz?
Un día, su abuelita Justina vino a quedarse a vivir en su casa.
Roberto no la conocía muy bien. Antes, ella vivía en otra ciudad, muy lejos.
Una noche sus papás se fueron al teatro y lo dejaron con la abuelita. Todo iba bien hasta la hora de ponerle el pijama: su abuela tuvo la idea de apagar la lámpara.
–¡No la toques! –gritó el niño, presa del pánico.
–Está bien. Voy a dejar prendida la luz –dijo la abuela–. Sé lo difícil que es vivir todo el tiempo sólo con sus miedos.
Roberto no lo podía creer: ¡por primera vez un adulto lo comprendía! –Yo entiendo que tengas miedo porque a tu edad era muy miedosa, ¡Imagínate! ¡Creía que mi sombra me iba a atacar! Pero después descubrí que no era mi enemiga, sino mi ángel de la guarda. ¡Por eso nunca se separaba de mí!
La abuela se volvió hacia la sombra de Roberto y se puso a girar las manos murmurando palabras incomprensibles.
¡Una fórmula mágica!
–No tengas miedo.
Su sombra estaba sobre la pared y copiaba sus más pequeñas acciones y ademanes.
–¿Ves como no tienes nada que temer? –dijo la abuelita, dándole un beso sobre la frente–. Anda, que tengas dulces sueños.
Roberto vio cómo su abuela se deslizaba fuera de su habitación. Hasta ese momento se dio cuenta de que había apagado la lámpara.
Tranquilizado, Roberto exhaló un suspiro. ¡Adiós a las fobias! ¡A partir de ese momento ya no tuvo miedo de la oscuridad! Sabía que, en lo más profundo de las sombras de la noche, un ángel guardián lo cuidaba.
















                                                   Bolita

Aquella mañana, después de poco más de quince meses, ¡pop!, la jirafita salió de la panza de mamá jirafa. Era gordita, y así le encantaba a mamá jirafa; también a don Jaime, el cuidador de las jirafas. Pero el más encantado de todos era Poncho, el hijo del cuidador, que le puso el nombre, nada imaginativo, de Bolita.
Bolita era redonda por todos lados, y cuando se dio cuenta de que decían cosas de ella, empezó a sentirse mal.
Una tarde unos niños, la señalaron muertos de risa:
–¡Qué gorda! –dijo uno.
–¡Parece un globo! –gritó otro.
A Bolita aquello no le gustó. Los niños se rieron y se alejaron. Poncho había presenciado la escena y vio cómo un par de lágrimas bajaba por las redondas mejillas de Bolita.
Esa noche Poncho casi no durmió pensando cómo resolver el problema.
Ponerla a dieta no serviría, pues Bolita comía justo lo que debía comer una jirafita de su edad; darle menos podía debilitarla... Esa tarde a Poncho se le ocurrió un plan B.
Se encerró en una cueva, con Bolita y un montón de cosas, y un rato después salió de la cueva seguido por una Bolita un poco distinta.
Pasó el día viendo cómo le iba a Bolita con su disfraz. Pero desde el principio sospechó que su plan no funcionaría. Bolita no se sentía bien. Extrañaba a su familia, y los elefantes se alejaban de ella. Los asistentes al zoológico se le quedaban viendo como si viniera de otro planeta.
Llegó un momento en que Bolita no aguantó más y empezó a correr alrededor de la jaula. Pero su disfraz estaba a punto de deshacerse.
–¡Papaá! ¡A ese elefante se le está cayendo la trompa!, ¡papá, mira!, ¡aghhh! –gritó un pequeñín horrorizado.
Los elefantes se asustaron con los gritos del niño; don Jaime, que andaba por allí, salió al rescate: calmó al niño, calmó a los elefantes y liberó a Bolita de su disfraz de elefante.
Poncho estaba sentado con la cara entre las manos, mirando aquello con tristeza. Su plan B había fracasado.
Don Jaime lo tomó de la mano, con la otra tomó la cuerda que sujetaba a Bolita y caminaron juntos hacia la jaula de las jirafas.
–Bolita es una jirafa, Poncho, no un elefante.
Las demás jirafas la recibieron con exclamaciones de alegría. Cenando junto a los suyos, Bolita se sintió más jirafa que nunca.
A partir de entonces vivió muy feliz en su jaula, ignorando las murmuraciones que ocurrían entre los visitantes...
A Bolita le pasó como les pasa a algunos adolescentes... Se compuso cuando se estiró.


















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